lunes, 5 de noviembre de 2012

Obsolescencia programada


     —Capitán, el doctor Simon ha muerto  —informó una voz  carente de emoción a través   del intercomunicador de la nave.
     —¡Maldición! —el capitán Skinner no pudo reprimir su frustración al recibir la mala noticia.
     —¿Misma causa?  —preguntó luego a su interlocutor, sospechando la respuesta.
     —Me temo que sí, señor  —confirmó la voz en su característico tono impersonal. El capitán  esbozó una mueca de rabia; era consciente de que nada podía hacer. Ya había perdido a tres miembros de su tripulación, y no estaba seguro de que los demás estuvieran a salvo, incluido él mismo.
 Desde unas semanas atrás las comunicaciones con la Tierra se habían vuelto escasas, cuando no desalentadoras, y muchas, especialmente las extraoficiales, hacían referencia a una anómala plaga mundial que estaba cobrándose millones de víctimas sin que los más modernos y avanzados laboratorios hubieran conseguido descubrir el modo de detener lo que fuera que estaba matando a la gente. El último contacto, hacía varios días, resultó demoledor, pues confirmaba lo que Simon, el doctor de la nave, había averiguado sobre la muerte de los primeros tripulantes; sus implantes cibernéticos habían fallado, sin excepción, matando al anfitrión en el proceso. Lo trágico era que casi toda la población mundial mayor de seis años —ese era el límite legal— llevaba implantes de algún tipo para mejorar una u otra característica natural. Se habían puesto de moda más de dos décadas atrás, pero nunca antes habían provocado nada parecido, aparte de algún fenómeno puntual de rechazo que se había solventado con la oportuna retirada del dispositivo. Él mismo llevaba un par de ellos; uno que le permitía recordar con detalle todo tipo de cosas que, de otro modo, hubiera acabado olvidando; el otro incrementaba su potencia muscular, y de joven le había resultado de bastante utilidad. Skinner no pudo dejar de preguntarse si, de la forma más estúpida posible, la especie humana habría terminado provocando su propia extinción.
¿Capitán…? —la voz del androide sacó al humano de sus sombrías reflexiones.
Ya sabes lo que tienes que hacer con el cuerpo —respondió Skinner tras apretar la mandíbula con un aplomo que estaba lejos de sentir—. ¡Skinner fuera! —y cerró el canal interno de comunicaciones.
     Se frotó la cara con una mano, y a continuación miró al hombre sentado de espaldas a él en la consola reservada al piloto. Damasio, su segundo al mando, no había hecho gesto alguno que delatara sorpresa por la noticia que Wiener acababa de darles. Eso le preocupaba; se conocían desde hacía tiempo, y sabía que no expresar lo que fuera que estuviera sintiendo podía resultar mucho peor que si se desahogaba. Sin embargo, decidió no tocar el tema, al menos de momento.
¿Dónde diablos estamos, Dam? —el aludido movió veloz los dedos por una parte de su consola y compartió la lectura obtenida.
Acabamos de pasar Marte, Skin—. Tras una breve pausa, añadió—. Pronto estaremos en casa—. La puerta del puente de mando se abrió con un siseo y aparecieron dos tripulantes.
Nunca pensé que diría esto, pero no es allí donde me gustaría estar en estos momentos —respondió el capitán mientras se giraba para ver quién había entrado.
¿Dónde no te gustaría estar, capitán? —preguntó un hombre alto y corpulento de pelo rubio y ojos castaños.
¿Dónde crees,  Neisser? —intervino su acompañante, una esbelta mujer de tez morena y larga melena—. Está bien claro; en el Cementerio Azul —se respondió con sorna a sí misma.
Tu extraño sentido del humor no es lo que más agradezco en estos momentos, Gertrud —Skinner le dedicó, paradójicamente, una aprobadora mirada de arriba abajo, que la mujer respondió con una de sus matadoras sonrisas.
No me creo esas noticias catastrofistas que hemos estado recibiendo con cuentagotas  —opinó Neisser mientras se ponía cómodo en una butaca de una de las consolas laterales—. Pienso que las han exagerado para hacernos regresar más rápido y sacarle jugo al cargamento que llevamos. Lo que sea con tal de aumentar sus beneficios… —suspiró el hombretón entrelazando las manos por detrás de la nuca.
No sería la primera vez que mienten, desde luego —confirmó el capitán echando mano de sus detallados recuerdos—. Pero, no sé…es demasiada coincidencia… Algo me dice que esta vez es diferente.
Creía que tu implante te permitía acceder a más recuerdos, no vaticinar el futuro —se burló una vez más Gertrud mientras tomaba asiento junto a Damasio. Skinner torció el gesto pero no respondió a la mujer, que se giró hacia el piloto.
¿Y tú qué dices, Dam? ¿No vas a deleitarnos con algún pensamiento profundo acerca de la vida y la muerte, el sentido de la existencia o algo por el estilo?  —Dam miró de reojo a su compañera, pero no respondió. En su lugar, pulsó algunas teclas de la consola, se levantó y se dirigió a grandes zancadas hacia la salida.
Me tomaré un descanso. Dejo conectado el piloto automático.


                                                                                  ***

     Dam encontró a los dos miembros restantes de la tripulación degustando un café en la Sala de Reposo, una amplia estancia en la que podían disfrutar de conexiones a realidad virtual e incluso varios dispensadores de comida y bebidas. Irina era experta en sistemas informáticos y tecnología robótica, y estaba convencido de que la presencia de Wiener, el androide asignado a aquella misión y cuyo cometido consistía en ocuparse de las tareas más peligrosas, debía suponer todo un estímulo para su trabajo. Era joven, divertida y brillante; a menudo se preguntaba por qué se había presentado para una misión tan anodina y marcadamente comercial.
¡Dam! Precisamente Wiener y yo estábamos comentando lo cerca que debemos estar ya de la Tierra —dijo en tono serio. Tras una pausa, dijo—. No nos ha dado tiempo a mirar la ficha personal del doctor Simon…Eh… Creo que estuvo casado hace tiempo, pero ¿sabes si tenía hijos…?
Me temo que no te puedo ayudar. Nunca llegué a hablar con él sobre ese asunto. Nos limitábamos a tratar temas puramente profesionales.
Entiendo —dijo la mujer, que conocía la personalidad introvertida del piloto—. No te preocupes, lo consultaré más tarde en la computadora.
¿Puedo decirte algo? —dijo el hombre de repente.
Sí, claro, ¿de qué se trata?
Teniendo en cuenta que eres la única de la tripulación…humana —miró al androide y este respondió con un breve asentimiento— que no lleva implantes cibernéticos, es muy probable que nos sobrevivas a todos. Tan solo quería pedirte disculpas por las bromas que te hemos gastado al respecto…
No sigas —le interrumpió la joven—. Hace tiempo que aprendí a ignorar ese tipo de burlas. Y volvería a recibirlas con gusto si eso sirviera para impedir…
¿Qué ocurre? —preguntó Dam ante la abrupta interrupción de su compañera.
Me preguntaba… ¿cómo es posible que estén fallando todos los implantes en un espacio tan corto de tiempo? ¿No es demasiada casualidad? —Irina frunció el ceño.
Bueno…no se sabe realmente —el piloto parecía confuso—. En las últimas comunicaciones hablaron de fallos de diseño, pero…
Esa explicación  resulta altamente improbable —intervino el androide, repentinamente interesado. Luego añadió—. Esos implantes han de pasar exhaustivas pruebas de control antes de ser comercializados; en muchos casos tardan años en salir al mercado, si llegan a hacerlo.
¿Qué otra explicación podría haber? —Dam miró a su compañera, expectante.
No estoy segura. Pero necesitaré vuestra ayuda para descubrirlo.         


                                                                                  ***

     El panel de comunicaciones se iluminó con un parpadeo anaranjado para anunciar la entrada de una transmisión. Dam la derivó sin demora a la pantalla principal para que todos pudieran verla. Al otro lado apareció la seca, gris y adusta figura del representante de la Compañía, propietaria de la nave y del cargamento que transportaban.

Saludos, Viento solar —dijo el hombrecillo con un leve gesto de cabeza. Espero que su viaje esté resultando tranquilo y sin problemas relevantes.
Si a la muerte de casi todos mis tripulantes por un inesperado fallo de sus implantes le parece un problema “irrelevante”, entonces se puede decir que está siendo un viaje de lo más aburrido —respondió Skinner con sarcasmo. Luego pensó que debía haber pasado demasiado tiempo con Gertrud para hablar así, pero no le importó. Echaría de menos a aquella mujer.
Créame si le digo cuánto lamento tan irreparables pérdidas, capitán, pero le aseguro que aquí todo está ya casi bajo control, y la…plaga ha dado claros síntomas de remisión —el hombre gris juntó los largos dedos de sus manos mientras hablaba, como para dar más énfasis a sus palabras, pero a Skinner le parecieron igual de falsas.
Entonces, ¿por qué hemos recibido transmisiones extraoficiales informando del avance de eso que usted llama “plaga” y que, según esas mismas fuentes, no parece otra cosa que un aberrante y criminal acto de sabotaje, planificado y perpetrado por la Compañía, a la que usted representa? —la indignación del capitán le había llevado a elevar el tono de voz a medida que hablaba, pero el hombre gris, pese a una ligera y momentánea elevación de sus casi despobladas cejas, no pareció alterarse lo más mínimo.
Me temo que hay ciertos…eh,…elementos fuera de control que han aprovechado una mal entendida libertad para…extender una serie de falsedades con la clara intención de perjudicar la imagen de nuestra Compañía, en lo que solo puede entenderse como una…desafortunada fatalidad. Ya hemos tomado las medidas necesarias para solucionar ese problema, y le aseguro que no volverán a ser molestados con nuevas insidias  —el representante separó las yemas de sus dedos mientras esbozaba una sonrisilla servil que no sirvió para infundir simpatía alguna.  
    ¡Mentira!  —gritó Irina mientras avanzaba hasta encararse con el burócrata, que la miró desde la pantalla con un mal disimulado gesto de irritación—. Esos “elementos incontrolados” son “netrunners” que han extraído la información de los propios ordenadores centrales de la Compañía.
Joven, ustedes se hallan muy lejos; es evidente que tan largo viaje y la reciente pérdida de sus compañeros les han hecho creer disparates, por lo que le haré el favor de no tener en cuenta su…
Me es indiferente lo que usted quiera tener en cuenta o no —le interrumpió Irina alzando la voz por encima de la del sorprendido representante. Luego añadió —Gracias a esos “netrunners” hemos descubierto que, detrás de las diferentes marcas con las que se comercializan todos y cada uno de los implantes, hay un único propietario: “su” querida Compañía. ¡¡Ustedes son los únicos responsables de miles de millones de muertes!! Y gracias a los datos que hemos conocido de nuestros contactos en la Tierra, sabemos que todas estas muertes no obedecen a supuestos fallos de diseño, ni a errores en la producción o inserción en los cuerpos de los afectados. La única explicación posible, por espantoso que suene, es que dichos fallos responden a un abominable programa de genocidio diseñado por su maldita empresa, cuya criminal meta aún no hemos podido desentrañar. Pero sepa que, mientras sigamos aquí, nos opondremos a sus planes, sean los que sean.
Usted, sin duda, se ha vuelto loca. Es evidente que sus implantes  han empezado a funcionar mal en este preciso momento —el hombre gris había abandonado toda muestra de estudiada afabilidad, y sus ojillos brillaban de cólera, aunque su voz seguía sonando controlada.
Eso querría, ¿verdad? Lamento comunicarle que no hay nada en mí de su basura tecnológica —respondió Irina alzando el mentón.
Me gustaría poder decir lo mismo —terció Skinner mirando fijamente al burócrata. Y me temo que, a la luz de los nuevos acontecimientos, y como capitán de la Viento solar, me veo obligado a desviar nuestro curso para impedir que su cargamento caiga en manos de asesinos sin escrúpulos.
¡No puede hacer eso, capitán! —el hombrecillo cambió el gesto, fuera de sí, ante aquel inesperado revés—. ¡Ustedes firmaron un contrato! ¡No se atreverán a incumplirlo!
¿Y qué piensa hacer? —preguntó Dam desde su consola—. ¿Demandarnos? ¿Matarnos dos veces? —el representante los contempló largo rato con el rostro desencajado por el odio, luego hizo un gesto brusco a alguien situado más allá de la pantalla, y esta fundió a negro.


                                                                            ***

     Wiener entró en el laboratorio con paso decidido.
¿Querías verme? —preguntó con su habitual diligencia.
Sí…Pasa, pasa, siéntate por favor —Irina señaló vagamente una silla antes de devolver toda su atención a una tableta de trabajo tridimensional, donde no dejaba de señalar y mover símbolos y largas ecuaciones. Pasó medio minuto antes de que el androide carraspeara para llamar su atención.
¿Qué…? ¡Ah, sí…! Perdona, Wiener —se disculpó mientras soltaba la tableta para observar al androide con aire dubitativo.
Deduzco que tienes algo importante que decirme —Wiener decidió facilitarle el trabajo a la investigadora. Ella sonrió, agradecida al comprender las intenciones del androide.
Así es, un asunto de gran trascendencia —el androide frunció levemente el ceño.
El concepto de trascendencia resulta banal para los androides; sabemos que nuestra actividad dura cinco años. La necesidad humana de permanencia no recorre nuestros circuitos —el robot no se mostraba apenado, desde luego, pues no le habían programado para lamentar su suerte.
Lo sé, Wiener. Es algo que me he preguntado a menudo, y no estoy segura de hasta qué punto tenemos derecho a hacerlo.
Según la lógica, el creador decide qué será de su criatura…
Te ofrezco un trato —Irina interrumpió al androide para evitar que se fuera por las ramas.
¿Un trato?
Ya has visto de lo que algunos humanos son capaces por anteponer sus intereses al bienestar de la mayoría. No me quedaré cruzada de brazos mientras la Compañía destruye todo aquello en lo que creo.
Pero si ahora la Compañía controla la Tierra, según la lógica…
No quiero seguir esa lógica, Wiener. No puede ayudarnos en esto.
¿Ayudarnos? Pero yo no…
Escucha. He diseñado un componente que bloqueará el mecanismo destinado a desactivarte, y un programa que te permitirá elegir si aceptas o no una orden. Pretendo probarlos contigo.
¿Deseas que…trascienda mi límite operativo? —Wiener parecía todo lo sorprendido que le permitían sus limitadas subrutinas emocionales.
Se puede decir así; de hecho, te estoy ofreciendo la libertad. Pero, a cambio, necesitaré tu ayuda para extender estas “mejoras” a los androides de las colonias; no será difícil,  el programa funciona como un virus… Quiero que la Compañía se arrepienta de haberle dado la espalda a la Humanidad, aunque sea lo último que haga—. Wiener la miró largo rato, intentando calcular y comprender las consecuencias de lo que Irina le estaba proponiendo. Finalmente asintió y dijo:
Esa es una lógica…trascendente.

           (Continuará en..."Renacimiento")