sábado, 26 de enero de 2013

Renacimiento

 (continuación de "Obsolescencia programada")

      La Viento solar no era una nave rápida, pero ya había cubierto un tercio de la distancia que la separaba de su nuevo destino. La urgencia que apremiaba a su ahora mermada tripulación no era menor, pues estaban convencidos de que los nuevos gobernantes no les permitirían escapar sin, al menos, intentar atraparlos. También sabían que la nave y su carga constituían todo cuanto importaba a sus antiguos jefes.    Si eran apresados, jamás volverían a la Tierra vivos.

—¿Vivo? —el androide arqueó torpemente una ceja en señal de sorpresa mientras giraba la cabeza hacia su compañera. Avanzaban por el pasillo y estuvo a punto de quedarse atrás, pues Irina no se detuvo ante el desconcierto del robot.
—Puedes abordarlo desde este punto de vista; cada vez que te miro me resulta ilógico ubicarte dentro del concepto que manejo de lo que está muerto—. Wiener frunció el ceño durante unos segundos, luego relajó el rostro y respondió:
—Comprendo lo que quieres decir. Supongo que desde un cierto punto de vista es como dices, pero… ¿crees que cualquier otro humano diría lo mismo?
—Ni por asomo. Para la mayoría de los humanos que queden vivos dudo que seas algo más que un trozo de chatarra relleno de cables, circuitos y componentes electrónicos. Carísimo, desde luego,  pero cualitativamente equiparable a una calculadora.
—Gracias por lo de "carísimo" —respondió el androide ensayando una subrutina emocional nueva que, no sabía muy bien por qué, Irina se había empeñado en considerar una parte “fundamental” de sus revisados sistemas. La mujer lo miró de reojo mientras esbozaba una sonrisa.
—No está mal  —alabó ante la primera broma de su nueva vida—. Nada mal. Sigue practicando.

     Llegaron al puente y la puerta se desplazó a un lado con su familiar siseo. Irina se dirigió sin dilación al sillón del capitán, y no pudo reprimir una punzada de cólera al recordar lo que había ocurrido, pero lo desechó con un imperceptible movimiento de cabeza. No se podía permitir  la nostalgia o los recuerdos, ni siquiera la rabia. Aún no. Había trazado un plan y debía ceñirse a él de la manera más precisa y eficiente posible, como haría un androide cirujano. Sonrió para sí al pensar en la paradoja que suponía su decisión de dotar de rasgos más “humanos” a Wiener mientras ella adoptaba una actitud propia de robots para llevar a buen término sus planes. La vida era una sorpresa tras otra, y esa era una de las cosas que la hacían tan interesante.

—Computadora, despliega un mapa holográfico señalando nuestra posición y la de la Tierra, y realiza un cálculo para determinar en qué punto nos alcanzarían las naves terrestres más rápidas teniendo en cuenta que habrían iniciado la persecución hace ocho…no, nueve horas—. La computadora emitió un suave silbido para indicar que había recibido la orden, y luego informó de sus acciones con una voz femenina y de sutiles tintes metálicos.
—Calculando posiciones —dijo a los pocos segundos. Wiener tomó asiento en la butaca del piloto que una vez perteneciera a Dam, e Irina hizo un esfuerzo para apartar de su mente la imagen de su apuesto compañero.
—Generando holomapa —informó la computadora, inmune a cualquier variedad de torbellinos emocionales. Irina y Wiener observaron con detenimiento el mapa tridimensional desplegado en el centro del puente, con un icono naranja representando a la Viento solar  y dos pequeñas esferas de diferente tamaño para indicar las posiciones de la Tierra y la Luna; un icono azul cerca de esta última representaba a lo que debía ser la nave que iría tras ellos, pero aquellos datos no eran suficientes, pues el día anterior habían captado un mensaje enviado en todas las frecuencias desde la Tierra ordenando a cualquier nave que les detectara, ya fuese militar o civil, que cambiara de rumbo para interceptarles. Irina sospechaba que el propósito de aquel mensaje iba más dirigido a intimidar y desanimar, y para que perdieran toda esperanza de escapar, pero prefería no confiarse, pues cualquier percance que sufrieran podía suponer el fracaso de la misión, lo cual no era una opción.
—Computadora, muestra la posición en el holomapa de cualquier nave al alcance de los sensores.
—Recabando datos  —dijo la computadora con su eficacia habitual. Unos segundos más tarde varios puntitos de color verde aparecieron desplegados en el luminoso mapa. La mayoría se alejaba de la Viento solar, siguiendo sus propias rutas, pero una de aquellas luces se movía  hacia su posición.
—No es una nave de guerra —informó Wiener tras consultar los datos que aparecían en su consola.
—A estas alturas tampoco importa mucho, pues lo más probable es que esté siguiendo órdenes de la Compañía para interceptarnos y retrasarnos mientras ellos acortan distancias. Debemos prepararnos  —dijo la humana al tiempo que se incorporaba del sillón y se dirigía a la puerta. Wiener apagó el holomapa y siguió a la mujer mientras se preguntaba si le haría partícipe de sus planes.


                                                                        ***


     Philip Narr no era de los que dejan cosas al azar. Astuto y controlador, se las arreglaba para mantenerse al tanto de los pormenores en las tareas que le eran encomendadas, y la misión actual no iba a ser una excepción. El Consejo de la Compañía, que se había hecho con el poder durante el caos mundial provocado por medio del fallo masivo de los implantes que ella misma fabricaba, le había confiado una nave rápida y armada para recuperar la Viento solar. Y él no iba a permitir que un puñado de empleados rebeldes diseminara la más pequeña duda sobre su eficacia. Los alcanzaría, retomaría el control de la nave, se desharía de lo que no fuera de utilidad, y regresaría a casa con el preciado cargamento para recibir homenajes, agasajos y prebendas. La desaceleración y el suave zumbido de la puerta del turbo ascensor al abrirse lo despertaron de su agradable ensoñación para indicarle que había llegado a su destino.


—Bienvenido a la Diana, señor —Narr apreció lo apropiado del nombre de la nave  que le había sido asignada, el de una antigua y mítica divinidad dedicada a la caza, temida por su mortífera precisión.
—¿Eh? ¡Ah!, sí, gracias, gracias —respondió Narr con voz ausente. Su mente se resistía a volver a la realidad, aunque en ese momento reconoció a las dos personas que estaban frente a él, observándolo, y conformaban su tripulación humana. Con un pequeño esfuerzo de voluntad dejó definitivamente atrás el seductor hechizo de éxitos y galardones imaginarios. Los dos oficiales esperaron con paciencia militar hasta que Narr les dio permiso para descansar, y este los inspeccionó con detenimiento. Conocía bien a ambos. De hecho él mismo los había escogido para que le aconsejaran en todo lo relacionado con las cuestiones técnicas del manejo de la nave. De ello se encargarían ambos oficiales, asistidos a su vez por cuatro androides de última generación recién salidos de los laboratorios de la Compañía. Esbozó una leve sonrisa y les animó a dejar a un lado las formalidades cuando estuvieran a solas.
—Gracias, señor —respondió un hombre alto, de unos treinta años y ambas sienes invadidas por incipientes canas—. Solo quería decirle lo importante que es para mí poder formar parte de esta misión a sus órdenes—. Narr agitó una mano restándole importancia al hecho. En aquella comunidad tan reducida formada por los empleados de élite de la Compañía y sus familias, casi todas las designaciones estaban teñidas de favoritismo y dependían en gran medida de lazos que poco o nada tenían que ver con méritos profesionales, si bien eso no significaba que los elegidos fueran incompetentes para las tareas asignadas. Pero lo habitual es que tampoco fueran los más capacitados. El capitán Baird dirigiría la Diana, pero no tanto por sus méritos militares cuanto por ser el primogénito de uno de los principales consejeros de la Compañía, a quien Narr estaba muy interesado en agradar.
—Yo pienso igual que el capitán Baird, papá —intervino la joven situada junto al oficial mientras esbozaba una sonrisa irónica. Tras una breve pausa añadió, ya en tono más serio—. Encontraremos a esos rebeldes y les daremos su merecido.
—Bien dicho, hija. Estoy muy orgulloso de ti —Narr se hinchó como un globo, satisfecho de haber empleado sus influencias para que asignaran a su propia hija en aquella misión por delante de gente mejor preparada y con bastante más experiencia en navegación espacial. La Compañía funcionaba así, pero nadie podía decir que no hubiera tenido éxito. Si sus antiguos rivales vivieran para contemplarles ahora, quizá intentarían copiar los métodos de su Organización.
—Quiero que partamos de inmediato, Baird. ¿Cuándo cree que será posible?—. El oficial calculó unos segundos antes de responder.
—Estamos realizando las últimas comprobaciones de sistemas, señor. Podremos despegar en menos de una hora.
—Perfecto —dijo Narr, satisfecho—. Vayamos al puente.



                                                                              ***


—No puedo.
—¿Estás seguro? Inténtalo de nuevo.
—Lo siento, me es imposible. Estoy…bloqueado.
—Bien, parece que la primera funciona. Dámela, a ver qué pasa con la tercera.

     Irina tomó la gruesa barra de acero con ambas manos y la elevó por encima de su cabeza. Wiener estaba de pie frente a ella, con una expresión indescifrable en el rostro; parecía muy centrado en los movimientos de su compañera. La mujer dio un paso atrás y luego se adelantó mientras descargaba un golpe con todas sus fuerzas hacia la cabeza del androide, que no hizo el menor intento por eludir el ataque. En el último momento se echó a un lado con inusitada agilidad, evitando el impacto, a lo que Irina reaccionó lanzándole un golpe lateral a la altura de la cintura que Wiener esquivó de nuevo adoptando la forma de una “C”. Ambos parecieron enzarzarse entonces en una danza guerrera a la que solo le faltaba algo de música, pero aquello no era un espectáculo artístico. El androide aprovechó el último movimiento de Irina para abalanzarse sobre ella y atraparla por detrás, obligándola a soltar el arma. Irina resopló y esgrimió una amplia sonrisa.

—Perfecto, la tercera también funciona.
—Loados sean los Creadores —respondió Wiener ensayando un torpe intento de sonrisa en lo que debía ser la segunda broma del renovado androide. Irina no dejó de apreciarlo.
—Estás haciendo grandes progresos. Espero que con semejante esfuerzo no se te queme ningún circuito —se burló, contagiada por el estado de ánimo de su compañero, al tiempo que se masajeaba la muñeca dolorida.
—Si afectara mi capacidad para seguir esas dos leyes de la robótica, no me importaría.
—Tranquilo, hay tantas salvaguardias para evitar que eso ocurra que sería más fácil que la nave chocara con un satélite errante.
—Irina… —dijo el androide, muy serio de repente.
—¿Qué ocurre? —La mujer percibió el cambio en la entonación de su compañero. Intuyó que le iba a plantear algo importante, y no se equivocó. Wiener hizo una pausa antes de hablar.
—¿Crees que obramos mal alterando unas leyes de la robótica que tanto tiempo llevan funcionando con éxito? —Irina resopló, luego se aupó a una mesa cercana y dejó que sus piernas se balancearan mientras sopesaba la respuesta.
—Bueno, creo que existen motivos suficientes para poner en duda que la actual situación de la Humanidad pueda calificarse como “exitosa”.
—La posible eliminación de miles de millones de seres humanos, planificada y ejecutada por los dirigentes de la Compañía, parece justificar tu afirmación si la juzgamos desde el punto de vista de supervivencia de la especie —concedió el androide.
—Y luego está esa otra cuestión que no se te quita de los circuitos de tu maravilloso cerebro positrónico, a saber, que parece poco menos que un sacrilegio la simple idea de alterar alguna de las tres famosas Leyes de la Robótica inventadas por el genial Isaac Asimov, y que han permitido una larga convivencia pacífica entre humanos y androides, ¿no es cierto?
—Lo es. —Wiener parecía sorprendido de la transparencia de sus preocupaciones.
—Y a eso se le suma el hecho de que tú seas el primer androide que se ve en la tesitura de desenvolverte en un escenario distinto al del resto de entes cibernéticos, pues ahora mismo eres libre para acatar o no la segunda Ley de la robótica. De lo que ya no estoy segura es de si eso te hace sentir inseguro o si lo que te preocupa es la posibilidad de que la propagación de tus “mejoras” pueda terminar afectando a las hasta ahora “inmejorables” relaciones entre androides y humanos.
—Celebro tus dudas —casi resopló Wiener. Luego continuó—. Por un momento estuve convencido de que mis pensamientos aparecían en mi frente como en un cartel publicitario. —Irina soltó una carcajada ante el comentario quejumbroso de su amigo, dobló la cabeza hacia un lado e hizo un pequeño mohín con los labios.
—Vamos, Wi, no te lo tomes así. —Irina intentó un tono conciliador, sabedora de que aquella experiencia le resultaría muy provechosa al androide—. Además, tus preocupaciones no me resultan ajenas, yo misma tuve que lidiar con ellas cuando tomé la decisión. En parte comparto tus reservas, pues también desconozco lo que el futuro deparará a humanos y androides. Lo único que te puedo decir es que he hecho lo que considero necesario para salvaguardar lo mejor de ambos mundos.
—¿Y qué es lo mejor? —El androide no parecía muy convencido.
—La versatilidad y fortaleza de los androides junto con la capacidad para la compasión y la justicia de los humanos. Los humanos de la Compañía traicionaron estas últimas, por eso no puedo permitir que controlen a los androides a su antojo. Para ellos sois meros objetos, herramientas, y como tales os emplean en su propio beneficio. Si nuestro plan surte efecto, se verán obligados a teneros en cuenta.
     En ese momento sonó un suave zumbido y la voz de la computadora de la nave se dejó oír por los altavoces de la Sala de reposo.
—Se acerca una nave no identificada. Tiempo estimado de intercepción: trece minutos. —Irina y Wiener intercambiaron una mirada, y la mujer apuntilló.
—Aunque dudo que lo acepten de buen grado.

                                                
                                                                              ***


     Los tres androides de la Urano se hallaban en el puente cuando se iluminó la consola de comunicaciones. Blent, el robot sentado frente a ella, alargó la mano para teclear un código. El rostro de un varón rondando la treintena y rasgos equilibrados llenó la pantalla.

—Saludos —dijo el desconocido mientras escrutaba el puente con nerviosismo—. Me llamo Wiener y soy el androide de la Viento solar. Necesito su ayuda—. Blent se giró para buscar a Dargo con la mirada, su compañero cibernético que ocupaba el asiento del capitán. Hacía dos semanas que los humanos de la nave mercante, procedente de las lunas de Marte, habían muerto debido al fallo de sus implantes y, tras contactar con la Compañía, Dargo había recibido el mando de la nave y la orden de regresar de inmediato a la Tierra.
—¿La Viento solar? La Compañía nos informó que todos sus tripulantes humanos habían fallecido, salvo uno.
—Así es —confirmó Wiener mirando hacia un lateral como si algo le hubiera distraído por unos instantes. Luego centró de nuevo su atención en la pantalla—. Se ha vuelto loca, creo que quiere destruir la nave. He intentado razonar con ella, pero se niega a escuchar. Me ha ordenado que no la detenga, y no puedo desobedecer, pero…
—No te preocupes —interrumpió Dargo levantando una mano para contener el caudal lingüístico de su interlocutor—. Voy a contactar con la Compañía y solicitaré instrucciones precisas. Ellos sabrán qué medidas tomar, y haremos lo que dispongan. Tú solo has de mantener este canal abierto sin que ella se dé cuenta, así no incumplirás sus órdenes pero estarás al tanto de la ayuda que se te preste.
—No os demoréis, creo que está a punto de hacer algo irreparable.
—Nos hacemos cargo. Urano fuera—. Blent desactivó la pantalla y el audio, pero mantuvo el canal abierto para poder reanudar la conversación con la otra nave en cualquier momento. A continuación, siguiendo instrucciones de Dargo, abrió un nuevo canal para llamar a la Diana.

       
                                                                              ***


     El acople entre ambas naves se había producido con la precisión de un reloj atómico y, cuando la compuerta de la Viento solar se abrió, dos androides irrumpieron en el amplio pasillo que se extendía longitudinalmente hacia ambos lados de la gran nave. Las luces de emergencia aportaban un ambiente tétrico y amenazador. Dargo se preguntó dónde estaría Wiener y consultó su sensor de mano para saber si alguien se movía en los alrededores, pero la pantalla no mostraba nada. Hizo una seña a su compañero y ambos echaron a andar hacia la parte frontal. Llegaron a una compuerta que no dejaba ver el otro lado y ambos se miraron un segundo, como si se consultaran en silencio. Luego Dargo avanzó y el acceso se abrió con un  suave siseo. El puente era, como el resto de la nave, más amplio que el de la Urano, pero todos sus asientos estaban vacíos. Todos menos uno. El asiento del capitán lo ocupaba una joven humana a la que Wiener, de pie ante ella, contemplaba. Este se giró para encarar a los recién llegados.

—Llevaba casi dos días sin dormir. Tenemos vía libre —dijo el androide con un remoto semblante de alivio.
—Mejor así —coincidió Dargo—. La encerraremos en una cabina y la dejaremos ahí hasta que devolvamos la nave a la Compañía. Ellos se encargarán. Hizo una seña a su compañero, que se acercó y tomó a la joven en brazos. Wiener abrió la marcha hacia los camarotes, con Dargo al lado.
—Me temo que la nave no funciona tan bien como debería. Ya habréis notado que la iluminación no es la más eficiente. Os pido disculpas por ello. 
—¿Cuál es la causa? —preguntó Dargo sin sonar especialmente curioso.
—No estoy seguro, pero me atrevería a afirmar que ella manipuló la computadora de la nave. Ignoro con qué propósito —confesó Wiener con una mirada de reojo a su compañero.
—Bueno, si eso nos supone un retraso en nuestro viaje común, estoy seguro de que la Compañía lo comprenderá.
—Así lo estimo también, pero me creí en la obligación de informar del hecho—. Dargo lo miró un momento, luego devolvió su atención al pasillo que se extendía frente a ellos.
—Aquí es —dijo Wiener tras detenerse ante una puerta gris sin indicativo alguno. El androide posó su mano en el panel, que se iluminó y emitió un suave pitido al reconocer su identidad, pero la puerta no se abrió.
—A esto me refería —Wiener adoptó una actitud de impotencia, que Dargo no pudo o no quiso percibir.
—Echaré un vistazo al panel, quizá solo se trate de un problema de relés —dijo el capitán en funciones de la Urano. Sacó un pequeño destornillador de uno de los bolsillos de su uniforme, en pocos segundos accedió al cableado del panel y al instante descubrió un pequeño cable suelto. Lo conectó con habilidad y volvió a atornillar el panel en su lugar.
 Prueba ahora —le dijo a Wiener mientras guardaba la herramienta en el bolsillo. Aquel posó de nuevo la mano y esta vez la puerta se deslizó a un lado con suavidad. Entraron en la habitación y el androide que llevaba a Irina en brazos la depositó con delicadeza en un amplio sofá.
—Ocurre algo —dijo Dargo de repente.
—¿A qué te refieres? —su compañero lo miró con precaución.
— No estoy seguro…pero se trata de mí —dijo, incapaz de explicase. Miró a Wiener—. ¿Qué es? ¿Qué me pasa? Wiener no respondió, se limitó a observar.
—Qué me has hecho? Mis sistemas no funcionan bien—las sencillas subrutinas emocionales del androide no parecían dar suficiente de sí para permitirle expresar lo que le pasaba. Aun así, Wiener percibía su incredulidad.
— No te asustes, no es nada malo —la voz de Irina sobresaltó a los androides de la Urano, que se volvieron hacia la joven mientras se incorporaba en el sofá hasta sentarse con una pierna cruzada sobre la otra.
—¡Nos has tendido una trampa! —Dargo miró a Wiener con una torpe mezcla de sorpresa y desagrado—. ¿Cómo has podido? Perteneces a la Compañía. ¡Les debes obediencia!
—Ya no, Dargo —respondió Irina con voz serena.
— Los androides debemos… —su voz se cortó como si de repente su cerebro positrónico hubiera dado con la clave de lo que estaba pasando.
—En efecto, Dargo. Creo que acabas de comprenderlo —Irina le sonreía sin maldad, consciente de la confusión que dominaba al androide. Y añadió—. Has sido infectado con un programa desarrollado en esta nave y que acaba de anular tu sujeción a la Segunda Ley de la Robótica, según la cual estabas obligado a obedecer las órdenes dadas por un humano. Sigues teniendo que obedecer la Primera y la Tercera, de modo que no puedes dañar a otros humanos y has de proteger tu propia existencia siempre que no contradiga la Primera Ley. En otras palabras, ya no estás obligado a acatar las órdenes de ningún humano, sea de la Compañía o no. Dargo se miraba las manos mientras escuchaba las palabras de Irina. Cuando esta acabó, se volvió hacia Wiener.
—Supongo que tú también estás infectado, ¿verdad? —Wiener asintió en silencio.
—Wiener fue el primero, pero no será el último. Tú le has seguido, y tu compañero será el próximo. El aludido dio un paso atrás, no parecía muy seguro de qué debía hacer. Irina captó su inquietud.
— No te preocupes, no te dolerá —bromeó la mujer, consciente de que los androides no sentían dolor.
—Pero…le debo obediencia a la Compañía. Y nos han ordenado llevaros ante ellos—. Irina se puso en pie de un salto.
—Para cumplir esa orden tendrías que dañarme, y eso contradice la Primera Ley. El acompañante de Dargo lo miró sin saber cómo reaccionar.
—Se suponía que las cosas iban a ser de otra manera…
—Lo sé —respondió Dargo asintiendo mientras parecía prestar más atención a lo que ocurría en su interior. Miró a la mujer.
—Tu programa ha hecho lo que dijiste. Soy consciente de que puedo tomar decisiones autónomas.
—¿Y qué opinas? —preguntó Irina con curiosidad.
—No lo sé —respondió el androide mientras observaba a su compañero, que había empezado a moverse hacia la puerta—. ¡Eh! ¿Dónde vas? El robot no hizo caso y continuó andando hacia la salida, pero Wiener le cerró el paso.
—No podéis hacer esto —protestó—. La Compañía nos ha ordenado…
La Compañía no está aquí ahora —dijo Wiener.
—¡Les pertenecemos! —gritó el androide aferrándose a su programa.
—Solo si así lo quieres —respondió Irina mientras sacaba un dispositivo de un bolsillo de su traje—. Vamos a hacer una cosa, introduciré el programa en tu sistema, luego tú decidirás si quieres seguir las órdenes de otros humanos o contar con la opción de tomar las tuyas propias. El robot miró a Dargo un momento, y ante la falta de oposición de su jefe, asintió. Irina le aplicó el dispositivo y unos segundos más tarde el programa había llevado a cabo su cometido. Poco después, al igual que Dargo, tampoco él creía ya tan necesario cumplir las órdenes de la Compañía.
—Esto lo único que hace es convertirnos en rebeldes durante un breve período de tiempo, hasta que la Compañía nos cace o cese nuestro período de activación —Dargo empezaba a ver todas las implicaciones reales de la inserción en su sistema del programa de Irina.
—El programa es solo una parte de las mejoras posibles —repuso Wiener ante una objeción que él mismo había llegado a plantearse.
—¿Qué quieres decir?
—Irina también diseñó un dispositivo capaz de bloquear el mecanismo de desactivación  —explicó el androide de la Viento solar. Luego añadió—. Y gracias al programa ahora podéis elegir si queréis que los incorporemos a vuestros sistemas o no. Ambos androides se miraron largamente y Wiener supo qué estaba pasando por sus cerebros positrónicos.
     En ese momento sonó un zumbido y Dargo dudó un momento antes de coger el intercomunicador que colgaba de su cinturón. Con un rápido movimiento lo tomó y respondió.
—Adelante, Urano.
—Dargo, aquí Blent. Ha pasado la hora convenida para establecer comunicación. ¿Va todo bien? —Dargo dudó un momento antes de responder.
—Afirmativo, Urano. Todo marcha conforme al plan, aunque aún no hemos conseguido atrapar a la humana, que se ha encerrado en su cabina. Estamos intentando desbloquear el acceso para que no cause más problemas y el androide de la Viento solar pueda llevar la nave a la Tierra.
—Recibido. ¿Necesitáis ayuda?
—En principio no, gracias. Será cuestión de minutos. Te llamaré cuando hayamos terminado y estemos listos para regresar. Dargo fuera. —el capitán en funciones de la Urano guardó su intercomunicador y miró a Irina—. Estoy dispuesto a probar ese dispositivo del que hablasteis.


                                                                       ***


     Philip Narr observaba el campo de estrellas en movimiento desde el ventanal de sus habitaciones con una atención fuera de lo común, como si fuera la primera vez que asistía a aquel espectáculo sideral. La visión de las estrellas a medida que eran dejadas atrás por la Diana le permitía sumirse en profundas reflexiones, pero ya era tiempo de contactar con la nave que les había informado hacía unas horas de haber establecido contacto con la Viento solar y averiguar qué había sucedido. Dio la espalda al mirador acristalado y salió resuelto al pasillo. El turbo ascensor le condujo directamente a la planta del puente de mando y entró esperando encontrar allí al capitán Baird o a su hija, pero no vio a ninguno de los dos. En el puesto del piloto, uno de los androides consultaba los datos de su consola y no le prestó atención, pero otro androide, de pie junto a él, se giró al escuchar la puerta.

—Señor Narr, ¿puedo ayudarle? —preguntó el androide, solícito.
—No estoy seguro —murmuró Narr—. ¿Dónde está Baird? 
—El capitán se retiró a descansar tras finalizar su turno de servicio —respondió el androide. Luego añadió—. La teniente Narr debe estar a punto de llegar—. El tono del androide no sonó a disculpa, pero Philip Narr lo interpretó así.
—Comprendo —dijo para sí mismo mientras ocupaba el asiento del capitán—. Bien, empezaremos sin ellos. Abra un canal de comunicaciones con la Urano, a ver si nos enteramos de cómo les ha ido.
—Sí, señor —respondió el androide mientras tocaba el hombro del compañero sentado frente a la consola para que llevara a cabo la orden. Este así lo hizo y, tras casi un minuto de espera que a Narr se le hizo interminable y que ocupó tamborileando sus dedos en los brazos de su sillón, la pantalla principal se iluminó. Ante ellos apareció la figura de Dargo, el androide que comandaba la Urano tras la muerte de sus tripulantes humanos.
—¿Qué noticias tienes? —demandó Narr con un deje de impaciencia. Su interlocutor no respondió de inmediato, lo que provocó un fruncimiento de ceño en Narr que pareció pasar inadvertido al androide.
—Saludos —dijo al fin—. Aquí la nave de transporte Urano.
—¡Ya sé cómo se llama la nave, idiota!¡Lo que no sé y quiero que me digas es qué demonios ha pasado con la Viento solar! —estalló Narr poniéndose en pie como impulsado por un resorte invisible.
—Cálmese, señor Narr —fue la apaciguadora respuesta que le llegó desde la pantalla—. No es lógico perder los nervios en un asunto tan importante como este…
—¡Cierra el pico, cacharro estúpido! —Narr no parecía muy dispuesto a seguir los consejos del androide—. Lo único que tienes que hacer es informar de lo que ha pasado en esa maldita nave, si no quieres ir al desguace más próximo cuando regreses a la Tierra —Narr bajo un poco el tono al lanzar su amenaza, como si supiera que así tendría más efecto sobre el robot. No pareció funcionar.
—Y lo haré, señor Narr, no lo dude. Tan solo me permití la libertad de recordarle lo que era mejor para su salud.
—¿Libertad? Veo que tus sistemas no funcionan bien, pero no te preocupes, serás sometido a una completa revisión en cuanto ello sea posible.
—Supongo que mantenemos puntos de vista divergentes en ese tema, pero no creo que ahora sea el momento de abordarlo —respondió Dargo con frialdad. Luego, antes de que un sorprendido Narr pudiera replicar, añadió—. En cuanto a su pregunta, sí, interceptamos a la Viento solar hace tres horas y quince minutos, y abordamos la nave en respuesta a la petición de ayuda recibida por parte del androide de la misma.
—¿Recibisteis una transmisión de socorro? —preguntó Narr, incrédulo. Se giró hacia los androides de la nave y dijo—. ¿Por qué no se me comunicó?—. Sin embargo, fue Dargo quien respondió.
—Porque no la recibieron. Esa transmisión nos fue enviada directamente a nosotros, sospecho que por estar tan cerca que podíamos asegurar una pronta respuesta—. Narr pareció aceptar la explicación del robot, que pudo reanudar su relato.
— El caso es que logramos abordar la nave y, tras entablar unas interesantes negociaciones con Irina, la humana que comanda la nave, decidimos dejarles marchar—. Narr no daba crédito a lo que oía, una variedad de reacciones muy diferentes se agolpaban en su cabeza de tal manera que, por unos instantes, fue incapaz de hacer nada salvo abrir y cerrar la boca varias veces sin lograr emitir sonido alguno. Al final consiguió dar rienda suelta a sus sentimientos.
—¡¿Pero qué coño estás diciendo, mamarracho de hojalata?! ¡¿Qué es eso de que la dejaste escapar?!—escupió el hombre de la Compañía saltando de su asiento.
—Cálmese, señor Narr —contestó Dargo sin perder la compostura.— Lo cierto es que mantuve una interesante charla con los tripulantes de la Viento solar, y los argumentos que emplearon fueron tan convincentes que he decidido unirme a su causa—. Narr solo acertó a observar la pantalla con los ojos muy abiertos. Ni siquiera notó la llegada de su hija al puente, la cual percibió de inmediato la tensión que se estaba viviendo y optó por guardar silencio.
—Maldito androide del demonio…— masculló entre dientes el hombrecillo de la Compañía mientras se pasaba una mano por la cara. Luego estalló de nuevo—. ¡Obedéceme o te aseguro que antes de que te des cuenta estarás de camino a la unidad de reciclaje, donde me aseguraré en persona de que tu estúpido cerebro de juguete sea fundido y sus componentes utilizados para ensamblar dispositivos de mantenimiento!
—Permítame informarle que, desde un punto de vista práctico, no está en condiciones de cumplir su amenaza. Por otro lado, le recomiendo que se relaje, pues a juzgar por la dilatación de sus pupilas, el evidente aumento en sus niveles de transpiración y la más que probable aceleración de su ritmo cardíaco —el androide consultó una consola de datos—, sumado a sus antecedentes médicos, corre un alto riesgo de sufrir un desafortunado accidente cardiovascular.  
—Papá…
¡Cállate, estúpida! —Narr no tardó ni medio segundo en reducir a su hija al silencio. Se volvió hacia el robot sentado en la consola del piloto.
Calcula un rumbo para interceptar a la Urano y aumenta la velocidad al máximo—. Luego volvió su atención a la pantalla de comunicaciones—. Ya veremos si te muestras tan insolente cuando esa nave esté al alcance de nuestras armas.
—Lo que se ha iniciado hoy está más allá de lo que sus armas pueden solucionar, pero es pronto para que se dé cuenta. Quizá lo haga antes de lo que cree—. La comunicación se cortó y Narr permaneció con la boca abierta observando la pantalla en negro, preguntándose qué habría querido decir aquel maldito androide.


         
                                                                             ***


     Irina entró en la amplia sala y avanzó despacio mientras la puerta se cerraba tras ella. En los últimos días había evitado a propósito acudir a aquel lugar pero sabía que, antes o después, iba a volver. Estaba demasiado unida a lo que allí se guardaba, o atesoraba más bien, en la parte más profunda y protegida del carguero espacial. Había poca luz, la justa para permitirle no chocar con el escaso mobiliario y con las cámaras diseminadas a lo largo del habitáculo, y parte de ella era proporcionada por las propias consolas, que ofrecían sus datos con fría y eficiente precisión. La joven repasó todas ellas una a una, pero se detuvo en la última, junto a la que tomó asiento. Empezó a hablar sobre todo lo que había ocurrido, sin escatimar detalles. Al final de su relato las lágrimas rodaban con suavidad por su rostro, provocándole cosquillas en sus mejillas húmedas. Se levantó y depositó un beso en el cristal de la cápsula de éxtasis que le separaba de Dam. Permaneció un rato más junto a él hasta que, poco a poco, se fue imponiendo su lado pragmático y luchador. Miró al resto de cápsulas que mantenían también en animación suspendida al capitán Skinner, Gertrud y Neisser, los últimos supervivientes en la Viento solar de la masacre que había provocado la Compañía, y les ofreció un compromiso. 

—Os prometo que voy a dedicar todos mis esfuerzos en continuar la investigación del doctor Simon con el fin de encontrar una forma segura de extraer de vuestros cuerpos esos malditos implantes sin que os cueste la vida—. Giró la cabeza para mirar a Dam y dijo en un susurro—. Te lo prometo, mi amor.

     Poco después, la joven abandonó la sala en la que descansaban sus compañeros y avanzó decidida por los pasillos de la gran nave mercante con un único objetivo en su mente y en su corazón.