sábado, 2 de marzo de 2013

El unicornio azul (cuento infantil)


     Había una vez hace mucho, mucho tiempo, tanto, que los hombres aún vivían en armonía con la Naturaleza y no consideraban la magia como algo extraño, una hermosa y próspera ciudad a la que sus habitantes llamaban Elanda. Bosques frondosos la circundaban y extendían su verde manto alrededor, donde incontables granjas abastecían de lo necesario a los habitantes de la urbe.
                                 
     Dos hermanos, Norje, de siete años, y Nivian, de seis, vivían con sus padres en una de aquellas granjas, pero sus preocupaciones diarias guardaban poca relación con las necesidades de la ciudad.
     —¡Dámelo!  —demandó la pequeña Nivian mientras extendía la mano y acompañaba su reclamación de una mirada imperativa.
     —¿Y qué harás si no? —Norje dio un paso atrás para mantener a salvo su preciada posesión, un pequeño amuleto de madera pintado de azul con la forma de un unicornio (tallado por su padre a partir de un raro trozo de madera encontrado en el bosque), y protagonista indiscutible de sus aventuras favoritas.
     —¡Te “desteer-ra-ré” de Elanda! —Nivian apenas pudo pronunciar aquella palabra tan complicada de los mayores, pero sonaba lo bastante mal como para amedrentar a cualquiera. Observó con desilusión cómo su terrible amenaza no surtía el efecto esperado, pues Norje se había dado la vuelta y corría ya hacia el bosque. Ni corta ni perezosa, persiguió a su hermano para impedir que escondiera el amuleto. De otro modo, cuando quisiera recuperarlo, la atormentaría riéndose y gritando “frío” o “caliente”. No era justo. Se suponía que “ella” era la Reina y Norje “solo” un valiente caballero, así que debía obedecer, pero en sus juegos él siempre terminaba haciendo lo que quería. Se prometió a sí misma que se haría maga solo para darle algún día su merecido. Pero ahora  no debía perder de vista “su” amuleto “mágico”.
     —¡Alto! —Ambos niños se detuvieron junto a un enorme roble como si hubieran sido sorprendidos en una travesura. Ojearon en vano alrededor. Norje entrecerró los ojos y abrió la boca como para decir algo, pero sonó un silbido y una flecha se clavó en el tronco, a escasos centímetros de su hombro. Nivian soltó un gritito mientras su hermano enmudecía. Al momento una figura esbelta, enfundada en vestiduras pardas, con orejas puntiagudas y una sonrisa pícara salía de entre unos arbustos.
     —¡Vinnat! —gritó Nivian con una mezcla de sorpresa y alivio al reconocer a su común amigo elfo y habitual compañero de juegos.
     —Sabía que eras tú —dijo Norje sonriendo, recuperado ya del susto provocado por el arquero. Y añadió, a modo explicativo—. Reconocí tu voz.
     —¡Hola! ¿Qué hacéis por aquí? —saludó el muchacho.
     —Persigo al traidor —Nivian miró a su hermano de reojo, pero este guiñó un ojo y le mostró el amuleto al joven elfo mientras exclamaba, triunfal.
     —¡Mantengo a salvo el talismán de la malvada Reina!
     —¿Malvada? —la pequeña abrió mucho los ojos sin dar crédito a lo que acababa de oír.
     —Veo que vuestros juegos siguen siendo tan divertidos como siempre —rió el elfo mientras se acercaba a recuperar la saeta. Luego miró al cielo y añadió—. Se hace tarde, os acompañaré a casa mientras os cuento las últimas noticias.
     Los hermanos olvidaron todo al momento y flanquearon a su amigo de vuelta a casa sin perderse detalle de los acontecimientos más recientes.

     El joven elfo les habló de la llegada a la ciudad de un poderoso hechicero cuyas habilidades no parecían tener parangón entre sus colegas elandeos. Había sido recibido con grandes honores por el mismísimo Consejo. De hecho, una gran fiesta se celebraría esa misma noche para honrar a tan insigne personaje.
     Así llegaron los tres hasta el zaguán, desde donde vislumbraron, a través de una ventana, a los padres de los niños, que iban de un lado a otro con los preparativos para la cena. Vinnat se despidió de Norje y Nivian, no sin antes prometerles que volvería al día siguiente para contarles cuanto averiguara acerca del festejo.
                                         
     Sin embargo, Vinnat no acudió al día siguiente. Ni al otro. Pasaron varios días y los dos hermanos se enfadaron mucho con su amigo por haber incumplido su promesa. Pero, tras el tercer día sin noticias, el enojo dio paso a la preocupación. Sus padres intentaron tranquilizarles, y les explicaron que lo más probable era que hubiera tenido que ocuparse de alguna de sus obligaciones. Entre los elfos esto no suponía algo extraordinario, pues recibían tareas propias de mayores desde muy jóvenes, cosa que a los hermanos les resultaba difícil de entender. Pero en el fondo no les molestaba tanto, pues Vinnat era su mejor amigo.

     Aquella noche fue una de las peores de sus vidas. Norje y Nivian se despertaron en la oscuridad a causa de los fuertes e impacientes golpes que sonaban en la puerta. Oyeron cómo sus padres hablaban y se levantaban en la habitación contigua, y en seguida su madre se asomó para tranquilizarles y decirles que permanecieran acostados. Luego bajó las escaleras para reunirse con su padre, que parecía discutir con alguien. A continuación oyeron forcejeos y algún grito ahogado. Después nada. Silencio absoluto. Norje se levantó y fue hasta la puerta sin hacer ruido.
     —¿Dónde vas? —susurró Nivian, preocupada pero deseosa de saber.
     —¡Quédate ahí! —le ordenó el niño en el mismo tono— . Volveré en seguida.
     —Vale.
     Norje abrió un poco la puerta con precaución y atisbó el corredor en busca de intrusos, pero no había nadie. Una corriente de aire le llegó desde abajo y le hizo tiritar unos segundos, pero se sobrepuso y abrió un poco más. Una vela protegida en la escalera aportaba algo de luz.
     —¿No vas a bajar? —la voz de su hermana justo detrás de él le hizo dar un brinco mientras se llevaba una mano al desbocado corazón.
     —¡Te dije que te quedaras en la cama! —regañó a Nivian, pero fue incapaz de continuar al ver el gracioso mohín de arrepentimiento que se formó en su carita. Puso los ojos en blanco.
     —Está bien, puedes venir. Pero quédate detrás de mí —le advirtió su hermano mientras ella asentía, satisfecha. Norje alargó la mano y tomó una sencilla espada de madera, el arma más mortífera de su arsenal de juguetes.
     Bajaron la escalera con precaución solo para descubrir que, en efecto, la puerta principal estaba abierta. No había ni rastro de sus padres ni de las personas con las que discutían.
     —¿Qué vamos a hacer? —preguntó Nivian sin creerse aún que sus papás se hubieran ido.
     —Iremos a casa de los Brend —afirmó Norje tras unos segundos de reflexión. Los Brend tenían una granja al otro lado del arroyo, y se llevaban bien con sus padres. Les ayudarían.
     —Ellos no pueden ayudaros, también han sido secuestrados —dijo una voz desde el umbral del salón.
     —¡Vinnat! —Nivian corrió hasta el elfo y se echó en sus brazos. El joven la abrazó y no pudo evitar esbozar una sonrisa. Entonces la pequeña se separó de él y frunció el ceño.
     —¡No te abrazo!¡Se supone que estoy muy enfadada contigo! —miró a su hermano y se corrigió—. ¡Los dos lo estamos!
     —Nivian tiene razón —confirmó Norje, mucho más comedido en la expresión de sus emociones—. ¿Dónde te metiste todos estos días?
     Vinnat miró a ambos hermanos con sus penetrantes ojos almendrados y se puso muy serio.
     —Ha pasado algo muy grave, amigos. Os lo contaré todo.

     Y lo hizo. Vinnat les relató cómo el desastre se había abatido sobre Elanda. Y todo había empezado justamente la noche de la gran celebración en honor del hechicero venido de lejos. Orwat, que así se llamaba el oscuro personaje, había empleado sus malas artes para emponzoñar a las buenas gentes de Elanda, entre las que hizo brotar sus peores prejuicios. El Consejo cayó en sus garras aquella misma noche, y el resto de dignatarios lo siguió en pocos días. Una de las primeras decisiones de Orwat consistió en restringir el libre acceso de los elfos a la ciudad. Estos respondieron limitando la extracción de madera de los bosques, con lo que la guerra parecía segura. El Consejo, inspirado por el brujo, había decretado la evacuación de todas las granjas situadas en el bosque en previsión de posibles ataques, pero los soldados, ante el peligro inminente, no estaban siendo minuciosos. Lo último que Vinnat había conseguido averiguar era que Orwat, con la excusa de velar por su seguridad, había ordenado encerrar a todos los niños en una parte de la ciudadela, a la que ningún adulto tenía acceso salvo él. Se rumoreaba que el brujo temía a los niños porque estos, por alguna razón que nadie comprendía, parecían inmunes a su maligna influencia.

     —Es todo cuanto sé —dijo el muchacho elfo concluyendo el relato. Sus pequeños oyentes se habían quedado sin habla. Norje reaccionó primero.
     —Tenemos que ir allí y acabar con ese malvado hechicero —dijo con decisión.
     —¿Y cómo vamos a hacer eso? —Nivian no parecía tan convencida. Por toda respuesta, Norje echó mano a uno de sus bolsillos y extrajo una figura familiar.
     —Hemos de llegar a él y utilizar el amuleto mágico, como en las historias que papá nos ha contado. Con él podremos liberar a todos de la influencia del brujo.
     —Pero habrá muchos soldados —Nivian aún no lo veía claro.
     —Entrar en la ciudad no es difícil, ya lo hemos hecho algunas veces cuando jugamos a eludir a los guardias —Norje sonrió al recordar algunas de sus aventuras —travesuras las llamaban los mayores—, siempre divertidas pese a los castigos que solían acarrear.
     —Norje está en lo cierto, entrar en la ciudad no es tan complicado —corroboró el elfo—. El problema viene después. No podemos dejar que nos vean, pues detendrán a cualquier niño que ande por la calle. E infiltrarse en la ciudadela tampoco será sencillo.
     —Puede que sí haya un modo —rebatió Norje—. Escuchad —añadió esbozando una sonrisa pícara.


     Los pequeños esperaron al atardecer del día siguiente y pusieron en marcha su plan. Como ya habían hecho en anteriores ocasiones, fue sencillo esconderse en uno de los  carros cargados de paja que regresaban a la ciudad tras aprovisionarse en los alrededores, pese a la presencia poco habitual de soldados para protegerse de los elfos.
Una vez dentro se escondieron en un pajar y esperaron hasta que anocheció, luego se deslizaron fuera del cobertizo al amparo de las sombras. La ciudadela se mostró a los ojos de los niños como una muralla impenetrable, pero los tres avanzaron decididos hasta una zona normalmente castigada por el viento y que los soldados solían evitar por su natural incomodidad. Vinnat lanzó una flecha en el momento adecuado con un garfio envuelto en tela hacia la parte más baja del muro, lo comprobó tironeando, y empezó a escalar. Unos minutos más tarde coronaba la almena y ayudaba a subir a los hermanos, acostumbrados también a trepar a los árboles. Luego se agazaparon en un rincón tras unas cajas y, en un descuido de uno de los guardias, que se dejó una puerta entreabierta, consiguieron acceder a la fortificación y esconderse en un enorme salón.

     Llegó un nuevo día, y los niños supieron por las conversaciones de los sirvientes que aquella mañana había una reunión en la Sala del Consejo. Se asomaron al corredor con precaución. Vacío. La reunión debía haber empezado ya, y no era probable que se encontraran con nadie. Se internaron en los pasillos, y solo tuvieron que refugiarse en una ocasión tras dos grandes estatuas para evitar ser descubiertos. Llegaron ante las puertas de la Sala, custodiadas por un par de soldados sin armadura que sujetaban con desgana sendas alabardas. Vinnat y Norje se miraron y asintieron; el elfo se plantó en medio del pasillo y usó su arco para disparar una flecha roma que impactó en el pecho de uno de los soldados. Ambos guardias echaron a correr tras el arquero mientras este se alejaba pasillo adelante. Norje y Nivian aprovecharon para acceder a la enorme y rebosante Sala. En seguida descubrieron al brujo que había cautivado las voluntades de los elandeos, cuyas desconfiadas miradas expresaban fielmente el grado de ofuscación que les poseía. Al fin algunos ciudadanos repararon en ellos, y un rumor de aprensión se extendió entre los presentes, que se fueron apartando poco a poco de los muchachos como si tuvieran la peste, temerosos de la reacción del nuevo amo de sus destinos.

     —Vaya, ¿pero qué tenemos aquí? ¡Niños! —dijo al verlos el hechicero en tono zalamero. Luego añadió—. ¿Y qué hacéis fuera de vuestras habitaciones? ¿No sabéis que es peligroso?
     —Queremos hablar contigo. Tienes que liberar a la gente —respondió Norje mirando alrededor.
     —¿De veras? —el mago parecía divertido—. ¿Y por qué habría de hacer yo eso?
     —Porque la magia no debe emplearse para hacer daño. Lo dice mi papá —apuntó Nivian mientras mostraba la palma de su mano con el unicornio azul sobre ella.
      El mago soltó una carcajada mientras los adultos se miraban entre sí y dedicaban miradas de lástima a los pequeños. Estaban a punto de perder su inocencia infantil al descubrir que Orwat era un malvado que no se detenía ante nada, y mucho menos ante antiguos cuentos infantiles ya casi olvidados como aquel del unicornio azul. Entre risas, el brujo les explicó que sus esfuerzos eran inútiles, y luego ordenó con desdén a varios soldados que los apresaran. Sin embargo éstos se movían con torpeza, y los niños los esquivaron casi sin esfuerzo. Orwat, extrañado, percibió que su poder comenzaba a menguar. Paseó su mirada por la Sala y descubrió que el amuleto con forma de unicornio brillaba con un tenue fulgor azulado. Con un gesto de rabia, el hechicero convocó sus oscuros poderes y proyectó contra los niños un poderoso rayo de energía tan negra como su alma. El rayo cruzó la Sala directo a su objetivo pero, de forma inesperada, fue absorbido por el talismán, que aumentó aún más su brillo. Nivian se dio cuenta y alzó el brazo para que la luz se extendiera por toda la Sala. Orwat retrocedió hasta la amplia terraza, seguido por los niños y varios adultos confusos. Encaramado a la balaustrada, conjuró una oscura montura alada con intención de escapar, pero el amuleto empezó a tragarse también al mágico animal. Al borde de la desesperación, entre Escila y Caribdis, entre el amuleto y el vacío, el brujo hizo ademán de saltar, confiando quizá en sus artes para escapar en el último momento, pero la magia del unicornio lo atrapó y lo atrajo a su interior mientras aquel emitía un horrible alarido que fue disminuyendo, como si se perdiera en la distancia, hasta desaparecer.

     Libres todos al fin, gracias a los niños y a la magia del amuleto, de los sortilegios y hechizos del malvado brujo, elfos y humanos pudieron dejar a un lado sus prejuicios, y la armonía regresó una vez más a Elanda para no verse alterada en mucho, mucho tiempo.

    Y hechicerín, hechizado, este cuento se ha acabado.