domingo, 20 de octubre de 2013

La Bóveda del fin del mundo


                                 
     El capitán Töwel contemplaba la inmensidad del espacio punteado mientras repasaba en silencio los motivos de su presencia en aquel rincón del Sistema Solar. A medida que la nave se acercaba al final del viaje, en la pantalla del puente fue cobrando relevancia la inquietante imagen de la otrora azulada Tierra, una inhóspita bola de nieve suspendida en el vacío que había permanecido merecidamente ignorada desde hacía más de doscientos años, cuando la última gran glaciación acabó con casi toda la vida del planeta. Tan sólo unos miles de afortunados lograron mudar un trágico final por una salvación incierta al escapar al espacio en las pocas naves-nodriza construidas antes de que las condiciones climáticas se volvieran insoportables. 


     Sobrevivieron. A duras penas, pero lo hicieron. También  pagaron un alto precio, como individuos y como especie. Familias rotas, proyectos destrozados, dramas vitales por doquier. Un futuro plagado de dificultades hasta conseguir adaptarse a un ambiente hostil para el que no estaban preparados. Sufrieron muchas —quizá demasiadas— bajas con nombre y rostro, familiares y amigos que dieron su vida a cambio de una oportunidad para perpetuarse. Y aguantaron el bagaje de un pasado no menos oscuro, emponzoñado de tristeza y nostalgia por la pérdida del hogar común y de tantos seres queridos. 

     Pero el paso del tiempo y la propia necesidad alteraron todo aquello. Obligados a lidiar con un duro presente y a mantener su mirada fija en un poco esperanzador futuro, los descendientes de los humanos que dejaron atrás la Tierra terminaron desprendiéndose también de cualquier sentimiento perturbador que les ligara a su antigua morada, para no recuperarlo jamás. Se esmeraron tanto en aprender a vivir alejados de la que fuera un crisol de vida y color, que llegó un momento en que nada necesitaron ya de ella, y mucho menos de paralizantes vínculos emocionales. Tal vez se debiera a mala conciencia. O quizá a simple estupidez.   

     Se convirtieron en seminómadas, pues las dos estaciones espaciales que habían conseguido desplegar, una en Ganímedes y otra en Europa, los satélites de Júpiter, eran insuficientes para acoger ni a una ínfima parte de los fugitivos. La idea de encontrar un lugar fijo donde establecerse y construir un nuevo hogar, como antes lo fuera la Tierra, siempre se mantuvo en el horizonte. Varias generaciones pasaron, sin embargo, antes de que dispusieran de la tecnología necesaria  para emprender la colosal tarea de terraformar las dos grandes lunas jovianas. Ahora que por fin el largo, tedioso y delicado proceso había sido puesto en marcha, se enfrentaban a nuevos problemas. La limitada variedad de cultivos hidropónicos de que disponían en las naves-nodriza se antojaba insuficiente para satisfacer las futuras demandas de alimentos provocadas por el predecible aumento de población en las nuevas colonias. Fue entonces cuando se tomó la decisión de llevar a cabo la insólita operación que ahora comandaba. Aún podía recordar el encuentro mantenido sobre aquel asunto con su superior, el almirante Ghredaw:

     «Sentados en el despacho del almirante, frente a frente y con varios informes y mapas desplegados en la mesa, su superior le expresaba su confianza:
      —Creo que eres el oficial más capacitado para llevar esta operación a cabo con éxito —confesó el almirante después de explicar los pormenores de la tarea asignada. Pero él, Töwel, no había respondido de inmediato y, tras una breve reflexión, acosó a su superior con una batería de preguntas de toda clase, algunas técnicas y otras no tanto. Fueron respondidas sin excepción por Ghredaw.
      —Volver a la Tierra… —consideró Töwel para sí en voz alta. Luego añadió— Suena casi herético. 
      —Lo sé, yo me sentí igual que tú cuando se planteó en el Consejo. Por eso he decidido que nada de esto trascienda antes de que estéis de regreso —explicó Ghredaw con tono reservado—. Ya sabes que todo lo que tenga que ver con la Tierra es tabú para la mayoría de la gente. No tiene sentido remover el pasado si nada se gana con ello.
      —Mis hombres y yo sí lo removeremos yendo allí —apuntó Töwel—. Nadie más lo ha hecho desde el éxodo. Quizá no nos guste lo que encontremos…
      —Es un planeta muerto —repuso Ghredaw acompañando su respuesta con un desdeñoso gesto de la mano—. Nada queda ya que nos pueda perturbar. Después de tanto tiempo y de lo que hemos vivido, nuestros recuerdos de la Tierra no son realmente nuestros. Si acaso, de nuestros antepasados. 
      —Pero son nuestro legado —Töwel no parecía convencido, lo cual resultaba lógico—. Nuestra herencia perdida. Quizá por eso nos cuesta tanto hablar de ello.
      —Bien. En eso consiste tu misión. En recuperar parte de esa herencia común para que podamos construir  un futuro —respondió el almirante. 
     La conversación no se prolongó mucho más, se detallaron un par de cuestiones técnicas y logísticas, y Töwel abandonó el despacho convencido de que ningún acontecimiento del pasado, por catastrófico que hubiera sido, frenaría ahora a la humanidad en su determinación por reconstruirse a sí misma».   

     Ghredaw y su equipo habían rescatado del olvido antiguos registros históricos conservados, cual preciada reliquia, en las bases de datos de los ordenadores de las naves-nodriza. Al parecer sus antepasados, los últimos habitantes de la Tierra, fueron previsores y construyeron en un lugar llamado Svalbard, cercano al Polo Norte, un enorme depósito subterráneo conocido como La Bóveda del fin del mundo, con la intención de preservar el mayor número posible de semillas procedentes de muchos países, de tal manera que pudieran emplearse para regenerar la vida vegetal del planeta en caso de que este fuera arrasado por un cataclismo, como así había ocurrido. Pero, por alguna razón que los registros no llegaban a explicar  —se especulaba con la posibilidad de que, en un principio, no se acertara a calcular la magnitud real de la glaciación y sus terribles consecuencias—, los recursos almacenados en aquel almacén nunca fueron trasladados a las naves-nodriza, y quedaron atrás en el planeta moribundo.

     La entrada de la nave en la pesada y fría atmósfera terrestre se llevó a cabo con la precaución necesaria en toda maniobra desacostumbrada, pero al fin la espesa capa de nubes quedó atrás y el helado paisaje de la superficie apareció ante ellos, ofreciéndoles una bienvenida clara y gélida. No tardaron en dar con la singular construcción, semienterrada en la nieve pero aún visible desde el cielo, cuya forma en modo alguno se asemejaba a una cúpula, pese a su nombre. Después de aterrizar a unos cien metros de la entrada, ocho figuras envueltas en ajustados trajes aislantes que se comunicaban entre sí por radio —los mismos que empleaban en sus misiones en el espacio—  llegaron al acceso, un saliente rectangular que se incrustaba en la montaña a través de un túnel, al final del cual, según los registros, se hallaban las cámaras donde aguardaban a ser rescatadas millones de simientes, conservadas de forma natural gracias a las especiales condiciones climáticas de la zona.   

     La sorpresa los paralizó al instante cuando descubrieron huellas recientes en la nieve que llegaban justo hasta la entrada. Töwel señaló a la mitad de su equipo:
      —Vigilad y proteged el acceso. Estableceremos contacto por radio cada minuto —acto seguido se encaminó a la entrada junto con dos de sus hombres, forzaron la puerta y se adentraron en el búnker, seguidos de los otros dos componentes del grupo. 
     Tras activar las linternas adosadas al casco y a la hebilla del cinturón de sus trajes, inspeccionaron el largo corredor, rodeados de un ambiente gélido, mientras sostenían pequeños rifles de asalto capaces de disparar pulsos electromagnéticos que, en teoría, dejarían fuera de combate a un animal de tamaño considerable. Al final del túnel este se abría a izquierda y derecha, y al final de ambos laterales sendas puertas, también forzadas, daban acceso a amplias cámaras repletas de estanterías donde se apilaban numerosas cajas de aluminio. Pero antes de que pudiera inspeccionar su contenido, extraños sonidos silbantes llenaron el aire y se sucedieron varios gritos ahogados acompañados de sordos golpes contra el suelo. El propio Töwel notó el impacto de algún objeto contra sus piernas y, al intentar desplazarse, su propio impulso lo llevó a caer. 
      —¡Equipo dos!¡Nos atacan! —consiguió decir antes de que algo o alguien le arrebatara su arma.
      —¡Ayuda, equip…! —una mano le tapó la boca y no pudo decir más. La linterna de su casco le permitió distinguir numerosas figuras. «Demasiadas para el equipo dos», se lamentó. «No lo lograrán».

                                                                                  ***

     Töwel fue conducido a una sala situada un poco antes de llegar al final del corredor y que, según los antiguos registros, parecía haber hecho las veces de oficina, aunque era evidente que hacía mucho que había dejado de emplearse como tal. Estaba iluminado por varias antorchas de luz, unos vetustos dispositivos electrónicos que conocía de sus clases de Historia. No entendía nada. Poco después la puerta se abrió de nuevo, y varios humanoides envueltos en telas y pieles de extraña confección entraron y lo rodearon. Uno de ellos se situó frente a él, al otro lado de la congelada mesa de despacho. El oficial no pudo evitar un gesto de sorpresa cuando el hombre alzó una mano y desembozó la tela que ocultaba su rostro. 
     —¡Humanos!
     —Así es, humanos frente a humanos. Sorprendente, ¿verdad? —dijo su interlocutor, tras lo cual esbozó una sonrisa irónica. 
     —Mi gente estaba convencida de que no había vida en el planeta desde, desde…
     —¿Desde que lo abandonaron a su suerte, quizá? —completó el desconocido con una mirada dura.
     —Iba a decir desde que la humanidad tuvo que escapar para sobrevivir —respondió Töwel, 
 incómodo.
    —¡Ah! Pero es que eso nunca ocurrió, señor…
     —Töwel. Capitán Töwel. 
     —Encantado, capitán. Yo soy Darban. Y no. No es correcto afirmar que la humanidad dejó la 
Tierra. En todo caso se podría decir que una pequeña parte de la humanidad dejó atrás a la
mayoría para que muriera de hambre y de frío.
     —¡No había opción! —saltó Töwel apretando los puños. No estaba atado, pero sentía las miradas de sus aprehensores fijas en él. Hizo un esfuerzo para controlarse—. La glaciación era imparable, el éxodo constituía la única posibilidad para la supervivencia de nuestra especie.
     —El tiempo no parece haberle dado la razón, capitán. Nosotros estamos aquí, hemos sobrevivido. Y ustedes vienen a buscar algo a lo que renunciaron hace mucho.
     —Esas semillas pertenecen a toda la humanidad —objetó el oficial, seguro de sí mismo.
     —Y por eso están aquí, al amparo de los humanos a cuyo cuidado fueron dejadas. Y cuando la glaciación retroceda, cumplirán su cometido y la Tierra volverá a ser como fue, un planeta lleno de vida —Darban hablaba sin alzar la voz, convencido de la solidez de sus argumentos. Se produjo una tensa pausa, tras la cual Töwel habló de nuevo.
     —¿Qué vais a hacer con nosotros? ¿Matarnos?  —la pregunta provocó una carcajada en Darban y se contagió entre sus hombres.
     —¿Por quién nos tomas? —preguntó a su vez, con un brillo de inteligencia en sus ojos—. No somos asesinos, capitán Töwel. Pero tampoco os daremos lo que no os habéis ganado. Os marcharéis en vuestra nave dentro de una hora. Las semillas se quedan.
     —Podemos llegar a un acuerdo. Mi superior, el almirante Ghredaw, puede plantear el caso al Consejo para…
     —No será necesario, Töwel —interrumpió Darban acompañando su respuesta con un gesto de su mano—. El futuro de la vida en la Tierra no es algo sobre lo que estemos dispuestos a negociar. Y tú mismo lo comprenderías si vieras los sacrificios que hemos tenido que hacer durante años para conseguir sobrevivir en este planeta helado. Encerrados la mayor parte del tiempo en ciudades subterráneas, de espaldas a la luz del sol y con un constante racionamiento de comida, enseñando a nuestros hijos un futuro que no verán, pero que habrán de transmitir a los suyos, y así hasta que algún día una nueva generación de seres humanos pueda por fin dejar atrás nuestro mundo de oscuridad  para salir a la superficie y disfrutar del sol, de la vegetación y de la vida en todo su esplendor. Tenemos registros de cómo era todo antes, ¿sabes? Y queremos recuperarlo —cuando Darban terminó de hablar sus ojos mostraban la emoción a duras penas contenida que encerraban sus palabras, y un melancólico silencio ejerció ahora de contrapeso al alborozo de apenas unos minutos antes. 
     —Comprendo —fue cuanto acertó a decir Töwel, impactado por la revelación de Darban.
  
                                                                            ***

     El Consejo permaneció horas reunido desde que el almirante Ghredaw les informara de lo que Töwel había descubierto en la Tierra. Este estaba convencido de que ahora que sabían que había seres humanos en su antiguo hogar, todo sería diferente. Quizá por eso fue incapaz de esconder su cara de asombro y de disgusto cuando Ghredaw le dijo que el Consejo había decidido enviar a la Tierra un equipo de asalto para hacerse con las semillas de la Bóveda. Su discrepancia ante tal decisión fue premiada con el reemplazo al frente de la misión, que le fue encomendada a un oficial más cercano a las tesis oficiales. Por su parte, Töwel hizo uso de su bien ganada influencia entre las tropas para hacerse con una pequeña y rápida lanzadera con la que consiguió adelantarse a la expedición, más lenta a causa del pesado transporte al que debían dar protección otras tres naves, más veloces y mejor armadas. Su intención no era otra que la de advertir a los terrícolas del inminente asalto contra la Bóveda pero, cuando llegó ante Darban, se dio cuenta de que su arriesgada misión había sido en vano.

     —Ha sido un detalle por tu parte que te hayas arriesgado por nosotros —le respondió el líder de los subterráneos mientras posaba una mano en su hombro cuando ambos se encontraron  a las puertas del almacén—, aunque mentiría si te dijera que nos toma por sorpresa.
     —¿Quieres decir que ya sabías que iban a asaltar la Bóveda? ¿Cómo es posible? —Töwel 
imaginó por un momento que aquellos hombres contaban con espías en las naves-nodriza. 
     —No, no lo sabía a ciencia cierta pero, teniendo en cuenta las circunstancias, era una opción
que contaba con muchas probabilidades. Después de todo, no sería la primera vez que unos
humanos esquilman y abandonan a su suerte a otros, ¿verdad? —Darban guió al capitán hasta
unos pequeños vehículos biplaza que, según le explicó, se trataba de trineos solares con los
cuales se desplazaban por la superficie helada en las contadas ocasiones en que salían de sus
refugios. Ellos y los hombres que acompañaban a Darban se trasladaron hasta un risco cercano 
cuya roca había sido horadada para acoger en su interior un discreto puesto de vigilancia.
     —Desde aquí podremos observar sin ser vistos —afirmó Darban señalando el estrecho ventanal desde el que se divisaba la entrada a la Bóveda, e invitó a Töwel a ponerse cómodo. 
     No tuvieron que esperar demasiado. Las cuatro naves aterrizaron no lejos de la entrada, con la de transporte en el centro y el resto alrededor, a modo de protección, tal y como habían viajado por el espacio. De su interior salieron medio centenar de soldados que, con rapidez y eficacia, llevaron a cabo la operación de asalto y el posterior traslado de las semillas hasta la nave de carga. 
     —¿Por qué no os enfrentáis a ellos? Creí entender que en esas semillas habíais depositado todas vuestras esperanzas de futuro —Töwel no se resistió a plantear sus dudas ante la falta de reacción de Darban y sus compañeros. 
     —No disponemos de armas con las que hacer frente a esas naves. La tecnología de la que disponemos es, esencialmente, pacífica. Además, si luchamos y ganamos, sin duda vendrán más naves, y así hasta que consigan su propósito. Demasiadas muertes para nada. 
     —Entonces, ¿renunciáis a ellas así, sin más? —Töwel no terminaba de comprender la falta de sangre con que actuaban los subterráneos. Parecía que la gelidez del clima se hubiera adueñado por igual de sus almas que de su entorno.
     —Nuestros planes se mantienen —dijo Darban con la mirada fija en el oficial—, pero no queremos que una guerra condicione nuestro presente o nuestro futuro inmediato, si podemos evitarlo —dicho esto, devolvió su atención a los asaltantes, que ya habían terminado de embarcar todas las cajas y se disponían a partir. A continuación se cruzó de brazos y, con voz queda, añadió—. Por eso hemos trasladado las auténticas semillas a un lugar seguro.

     Los potentes motores elevaron las naves, no sin dificultad, hasta el punto de permitirles vencer la fuerza de atracción del planeta. Las pequeñas naves de escolta tomaron ventaja sobre la pesada nave de transporte, pero esta nunca llegó a abandonar la nubosa atmósfera terrestre. Por unos instantes se convirtió en el objeto más luminoso del cielo, luego empezó a caer envuelta en llamas mientras nuevas explosiones la acompañaban en su caída. Miles de restos de metal salpicaron la blanca superficie nevada en un amplio radio en torno a la Bóveda, muda espectadora del dramático suceso. Las naves de escolta no se detuvieron ni volvieron atrás, pues los capitanes que las comandaban sabían que, de hacerlo, no hallarían supervivientes ni semillas que recoger. Se marcharon e informaron al Consejo, el cual deliberó y decidió: adaptarían sus necesidades a su capacidad real para alimentar a los futuros colonos. Lo que el Consejo no hizo fue mirar atrás. Para sus miembros, así como para el resto de los humanos seminómadas del espacio —con la única excepción del ex-capitán Töwel, nuevo habitante de la Tierra— el nevado planeta nunca había dejado de ser un lugar yermo, hostil y desconocido. Quizá fuera mala conciencia. O quizá simple estupidez.