Había una vez hace mucho, mucho tiempo, tanto, que los
hombres aún vivían en armonía con la Naturaleza y no consideraban la magia como algo
extraño, una hermosa y próspera ciudad a la que sus habitantes llamaban Elanda.
Bosques frondosos la circundaban y extendían su verde manto alrededor, donde
incontables granjas abastecían de lo necesario a los habitantes de la urbe.
Dos hermanos, Norje,
de siete años, y Nivian, de seis, vivían con sus padres en una de aquellas
granjas, pero sus preocupaciones diarias guardaban poca relación con las
necesidades de la ciudad.
—¡Dámelo! —demandó la pequeña Nivian mientras extendía la
mano y acompañaba su reclamación de una mirada imperativa.
—¿Y qué harás si
no? —Norje dio un paso atrás para mantener a salvo su preciada posesión, un
pequeño amuleto de madera pintado de azul con la forma de un unicornio (tallado
por su padre a partir de un raro trozo de madera encontrado en el bosque), y protagonista indiscutible de sus aventuras favoritas.
—¡Te “desteer-ra-ré”
de Elanda! —Nivian apenas pudo pronunciar aquella palabra tan complicada de los
mayores, pero sonaba lo bastante mal como para amedrentar a cualquiera. Observó
con desilusión cómo su terrible amenaza no surtía el efecto esperado, pues
Norje se había dado la vuelta y corría ya hacia el bosque. Ni corta ni
perezosa, persiguió a su hermano para impedir que escondiera el amuleto. De otro
modo, cuando quisiera recuperarlo, la atormentaría riéndose y gritando “frío” o
“caliente”. No era justo. Se suponía que “ella” era la Reina y Norje “solo” un valiente
caballero, así que debía obedecer, pero en sus juegos él siempre terminaba haciendo
lo que quería. Se prometió a sí misma que se haría maga solo para darle algún
día su merecido. Pero ahora no debía
perder de vista “su” amuleto “mágico”.
—¡Alto! —Ambos
niños se detuvieron junto a un enorme roble como si hubieran sido sorprendidos
en una travesura. Ojearon en vano alrededor. Norje entrecerró los ojos y abrió
la boca como para decir algo, pero sonó un silbido y una flecha se clavó en el
tronco, a escasos centímetros de su hombro. Nivian soltó un gritito mientras su
hermano enmudecía. Al momento una figura esbelta, enfundada en vestiduras
pardas, con orejas puntiagudas y una sonrisa pícara salía de entre unos
arbustos.
—¡Vinnat! —gritó
Nivian con una mezcla de sorpresa y alivio al reconocer a su común amigo elfo y
habitual compañero de juegos.
—Sabía que eras
tú —dijo Norje sonriendo, recuperado ya del susto provocado por el arquero. Y
añadió, a modo explicativo—. Reconocí tu voz.
—¡Hola! ¿Qué
hacéis por aquí? —saludó el muchacho.
—Persigo al
traidor —Nivian miró a su hermano de reojo, pero este guiñó un ojo y le mostró
el amuleto al joven elfo mientras exclamaba, triunfal.
—¡Mantengo a
salvo el talismán de la malvada Reina!
—¿Malvada? —la
pequeña abrió mucho los ojos sin dar crédito a lo que acababa de oír.
—Veo que vuestros juegos siguen siendo tan
divertidos como siempre —rió el elfo mientras se acercaba a recuperar la saeta.
Luego miró al cielo y añadió—. Se hace tarde, os acompañaré a casa mientras os
cuento las últimas noticias.
Los hermanos olvidaron
todo al momento y flanquearon a su amigo de vuelta a casa sin perderse detalle
de los acontecimientos más recientes.
El joven elfo les
habló de la llegada a la ciudad de un poderoso hechicero cuyas habilidades no
parecían tener parangón entre sus colegas elandeos. Había sido recibido con
grandes honores por el mismísimo Consejo. De hecho, una gran fiesta se celebraría
esa misma noche para honrar a tan insigne personaje.
Así llegaron los
tres hasta el zaguán, desde donde vislumbraron, a través de una ventana, a los
padres de los niños, que iban de un lado a otro con los preparativos para la
cena. Vinnat se despidió de Norje y Nivian, no sin antes prometerles que volvería
al día siguiente para contarles cuanto averiguara acerca del festejo.
Sin embargo, Vinnat
no acudió al día siguiente. Ni al otro. Pasaron varios días y los dos hermanos se
enfadaron mucho con su amigo por haber incumplido su promesa. Pero, tras el
tercer día sin noticias, el enojo dio paso a la preocupación. Sus padres intentaron
tranquilizarles, y les explicaron que lo más probable era que hubiera tenido
que ocuparse de alguna de sus obligaciones. Entre los elfos esto no suponía
algo extraordinario, pues recibían tareas propias de mayores desde muy jóvenes,
cosa que a los hermanos les resultaba difícil de entender. Pero en el fondo no
les molestaba tanto, pues Vinnat era su mejor amigo.
Aquella noche fue
una de las peores de sus vidas. Norje y Nivian se despertaron en la oscuridad a
causa de los fuertes e impacientes golpes que sonaban en la puerta. Oyeron cómo
sus padres hablaban y se levantaban en la habitación contigua, y en seguida su
madre se asomó para tranquilizarles y decirles que permanecieran acostados. Luego
bajó las escaleras para reunirse con su padre, que parecía discutir con alguien.
A continuación oyeron forcejeos y algún grito ahogado. Después nada. Silencio
absoluto. Norje se levantó y fue hasta la puerta sin hacer ruido.
—¿Dónde vas? —susurró
Nivian, preocupada pero deseosa de saber.
—¡Quédate ahí!
—le ordenó el niño en el mismo tono— . Volveré en seguida.
—Vale.
Norje abrió un
poco la puerta con precaución y atisbó el corredor en busca de intrusos, pero
no había nadie. Una corriente de aire le llegó desde abajo y le hizo tiritar
unos segundos, pero se sobrepuso y abrió un poco más. Una vela protegida en la
escalera aportaba algo de luz.
—¿No vas a bajar?
—la voz de su hermana justo detrás de él le hizo dar un brinco mientras se llevaba
una mano al desbocado corazón.
—¡Te dije que te quedaras en la cama! —regañó
a Nivian, pero fue incapaz de continuar al ver el gracioso mohín de
arrepentimiento que se formó en su carita. Puso los ojos en blanco.
—Está bien,
puedes venir. Pero quédate detrás de mí —le advirtió su hermano mientras ella
asentía, satisfecha. Norje alargó la mano y tomó una sencilla espada de madera,
el arma más mortífera de su arsenal de juguetes.
Bajaron la
escalera con precaución solo para descubrir que, en efecto, la puerta principal
estaba abierta. No había ni rastro de sus padres ni de las personas con las que
discutían.
—¿Qué vamos a
hacer? —preguntó Nivian sin creerse aún que sus papás se hubieran ido.
—Iremos a casa de
los Brend —afirmó Norje tras unos segundos de reflexión. Los Brend tenían una
granja al otro lado del arroyo, y se llevaban bien con sus padres. Les
ayudarían.
—Ellos no pueden
ayudaros, también han sido secuestrados —dijo una voz desde el umbral del
salón.
—¡Vinnat! —Nivian
corrió hasta el elfo y se echó en sus brazos. El joven la abrazó y no pudo
evitar esbozar una sonrisa. Entonces la pequeña se separó de él y frunció el
ceño.
—¡No te
abrazo!¡Se supone que estoy muy enfadada contigo! —miró a su hermano y se
corrigió—. ¡Los dos lo estamos!
—Nivian tiene
razón —confirmó Norje, mucho más comedido en la expresión de sus emociones—.
¿Dónde te metiste todos estos días?
Vinnat miró a
ambos hermanos con sus penetrantes ojos almendrados y se puso muy serio.
—Ha pasado algo
muy grave, amigos. Os lo contaré todo.
Y lo hizo. Vinnat
les relató cómo el desastre se había abatido sobre Elanda. Y todo había
empezado justamente la noche de la gran celebración en honor del hechicero
venido de lejos. Orwat, que así se llamaba el oscuro personaje, había empleado
sus malas artes para emponzoñar a las buenas gentes de Elanda, entre las que
hizo brotar sus peores prejuicios. El Consejo cayó en sus garras aquella misma
noche, y el resto de dignatarios lo siguió en pocos días. Una de las primeras
decisiones de Orwat consistió en restringir el libre acceso de los elfos a la
ciudad. Estos respondieron limitando la extracción de madera de los bosques,
con lo que la guerra parecía segura. El Consejo, inspirado por el brujo, había
decretado la evacuación de todas las granjas situadas en el bosque en previsión
de posibles ataques, pero los soldados, ante el peligro inminente, no estaban
siendo minuciosos. Lo último que Vinnat había conseguido averiguar era que
Orwat, con la excusa de velar por su seguridad, había ordenado encerrar a todos
los niños en una parte de la ciudadela, a la que ningún adulto tenía acceso salvo
él. Se rumoreaba que el brujo temía a los niños porque estos, por alguna razón
que nadie comprendía, parecían inmunes a su maligna influencia.
—Es todo cuanto
sé —dijo el muchacho elfo concluyendo el relato. Sus pequeños oyentes se habían
quedado sin habla. Norje reaccionó primero.
—Tenemos que ir
allí y acabar con ese malvado hechicero —dijo con decisión.
—¿Y cómo vamos a
hacer eso? —Nivian no parecía tan convencida. Por toda respuesta, Norje echó
mano a uno de sus bolsillos y extrajo una figura familiar.
—Hemos de llegar
a él y utilizar el amuleto mágico, como en las historias que papá nos ha
contado. Con él podremos liberar a todos de la influencia del brujo.
—Pero habrá
muchos soldados —Nivian aún no lo veía claro.
—Entrar en la
ciudad no es difícil, ya lo hemos hecho algunas veces cuando jugamos a eludir a
los guardias —Norje sonrió al recordar algunas de sus aventuras —travesuras las
llamaban los mayores—, siempre divertidas pese a los castigos que solían
acarrear.
—Norje está en lo
cierto, entrar en la ciudad no es tan complicado —corroboró el elfo—. El
problema viene después. No podemos dejar que nos vean, pues detendrán a
cualquier niño que ande por la calle. E infiltrarse en la ciudadela tampoco
será sencillo.
—Puede que sí
haya un modo —rebatió Norje—. Escuchad —añadió esbozando una sonrisa pícara.
Los pequeños
esperaron al atardecer del día siguiente y pusieron en marcha su plan. Como ya
habían hecho en anteriores ocasiones, fue sencillo esconderse en uno de
los carros cargados de paja que
regresaban a la ciudad tras aprovisionarse en los alrededores, pese a la
presencia poco habitual de soldados para protegerse de los elfos.
Una vez dentro se escondieron en un pajar y esperaron hasta
que anocheció, luego se deslizaron fuera del cobertizo al amparo de las sombras.
La ciudadela se mostró a los ojos de los niños como una muralla impenetrable,
pero los tres avanzaron decididos hasta una zona normalmente castigada por el
viento y que los soldados solían evitar por su natural incomodidad. Vinnat
lanzó una flecha en el momento adecuado con un garfio envuelto en tela hacia la
parte más baja del muro, lo comprobó tironeando, y empezó a escalar. Unos
minutos más tarde coronaba la almena y ayudaba a subir a los hermanos,
acostumbrados también a trepar a los árboles. Luego se agazaparon en un rincón
tras unas cajas y, en un descuido de uno de los guardias, que se dejó una
puerta entreabierta, consiguieron acceder a la fortificación y esconderse en un
enorme salón.
Llegó un nuevo
día, y los niños supieron por las conversaciones de los sirvientes que aquella
mañana había una reunión en la
Sala del Consejo. Se asomaron al corredor con precaución.
Vacío. La reunión debía haber empezado ya, y no era probable que se encontraran
con nadie. Se internaron en los pasillos, y solo tuvieron que refugiarse en una
ocasión tras dos grandes estatuas para evitar ser descubiertos. Llegaron ante
las puertas de la Sala ,
custodiadas por un par de soldados sin armadura que sujetaban con desgana
sendas alabardas. Vinnat y Norje se miraron y asintieron; el elfo se plantó en
medio del pasillo y usó su arco para disparar una flecha roma que impactó en el
pecho de uno de los soldados. Ambos guardias echaron a correr tras el arquero
mientras este se alejaba pasillo adelante. Norje y Nivian aprovecharon para
acceder a la enorme y rebosante Sala. En seguida descubrieron al brujo que había
cautivado las voluntades de los elandeos, cuyas desconfiadas miradas expresaban
fielmente el grado de ofuscación que les poseía. Al fin algunos ciudadanos
repararon en ellos, y un rumor de aprensión se extendió entre los presentes, que
se fueron apartando poco a poco de los muchachos como si tuvieran la peste,
temerosos de la reacción del nuevo amo de sus destinos.
—Vaya, ¿pero qué
tenemos aquí? ¡Niños! —dijo al verlos el hechicero en tono zalamero. Luego
añadió—. ¿Y qué hacéis fuera de vuestras habitaciones? ¿No sabéis que es
peligroso?
—Queremos hablar
contigo. Tienes que liberar a la gente —respondió Norje mirando alrededor.
—¿De veras? —el
mago parecía divertido—. ¿Y por qué habría de hacer yo eso?
—Porque la magia
no debe emplearse para hacer daño. Lo dice mi papá —apuntó Nivian mientras
mostraba la palma de su mano con el unicornio azul sobre ella.
El mago soltó
una carcajada mientras los adultos se miraban entre sí y dedicaban miradas de
lástima a los pequeños. Estaban a punto de perder su inocencia infantil al
descubrir que Orwat era un malvado que no se detenía ante nada, y mucho menos
ante antiguos cuentos infantiles ya casi olvidados como aquel del unicornio
azul. Entre risas, el brujo les explicó que sus esfuerzos eran inútiles, y luego
ordenó con desdén a varios soldados que los apresaran. Sin embargo éstos se
movían con torpeza, y los niños los esquivaron casi sin esfuerzo. Orwat,
extrañado, percibió que su poder comenzaba a menguar. Paseó su mirada por la Sala y descubrió que el
amuleto con forma de unicornio brillaba con un tenue fulgor azulado. Con un
gesto de rabia, el hechicero convocó sus oscuros poderes y proyectó contra los
niños un poderoso rayo de energía tan negra como su alma. El rayo cruzó la Sala directo a su objetivo pero,
de forma inesperada, fue absorbido por el talismán, que aumentó aún más su
brillo. Nivian se dio cuenta y alzó el brazo para que la luz se extendiera por toda
la Sala. Orwat
retrocedió hasta la amplia terraza, seguido por los niños y varios adultos
confusos. Encaramado a la balaustrada, conjuró una oscura montura alada con
intención de escapar, pero el amuleto empezó a tragarse también al mágico animal.
Al borde de la desesperación, entre Escila y Caribdis, entre el amuleto y el
vacío, el brujo hizo ademán de saltar, confiando quizá en sus artes para
escapar en el último momento, pero la magia del unicornio lo atrapó y lo atrajo
a su interior mientras aquel emitía un horrible alarido que fue disminuyendo,
como si se perdiera en la distancia, hasta desaparecer.
Libres todos al
fin, gracias a los niños y a la magia del amuleto, de los sortilegios y
hechizos del malvado brujo, elfos y humanos pudieron dejar a un lado sus
prejuicios, y la armonía regresó una vez más a Elanda para no verse alterada en
mucho, mucho tiempo.
Y hechicerín, hechizado, este
cuento se ha acabado.