El discípulo, asomado al ajimez, observó cómo la estrella fugaz dibujaba un
luminoso arco sobre el firmamento nocturno de la ciudad de Asora. El fenómeno se
desvaneció en segundos, pero el joven permaneció junto al doble ventanal mientras la
fresca brisa agitaba los bordes de su capucha. Bajo ella, las equilibradas facciones
dibujaban una insólita expresión a medio camino entre la determinación y la
incertidumbre.
—Es casi la hora, Thymus —anunció una voz a su espalda. El encapuchado
desvió la mirada hacia
la clepsidra situada en una esquina, sobre un soporte de madera
decorada con bellos pirograbados, y asintió. Se arrebujó en la capa en un gesto
instintivo, más debido a las palabras de su mentor que al relente nocturno, y volvió a
escrutar el cielo con la esperanza de contemplar de nuevo tan extraño evento. Por toda
respuesta, aquél le mostró su rostro más sereno e inmutable.
—Dicen los sabios que quien disfruta del privilegio de observar semejante e
insólito prodigio es recompensado con una experiencia única y enriquecedora —apuntó
el maestro con intención de infundirle ánimos.
—Quizá sólo se refieran a la propia contemplación del portento —respondió
Thymus tras darle la espalda al ventanal y al hermoso parteluz de alabastro que lo
dividía.
—Pronto lo averiguaremos —concluyó el anciano mientras llevaba su mano izquierda al báculo
que sostenía con la otra para apoyar todo su peso en él. Observó a su
alumno y preguntó—. ¿Te sientes preparado?
Thymus ignoró un inoportuno vuelco del corazón y asintió. Llegados hasta allí,
dudas e inseguridades debían quedar atrás. Aquélla era la principal enseñanza que
Ereldar, su maestro, se había esforzado en transmitirle durante años. El resto, afirmaba,
se conseguía con una constante adición de conocimientos y largas sesiones de
entrenamiento; una equilibrada mezcla de talento, habilidad y tesón.
—De acuerdo. Vayámonos pues —dijo el mago antes de abrir la puerta y
adentrarse en la penumbra del corredor rumbo a la Sala de la Prueba. Thymus siguió al
anciano a través de escaleras, pasillos, pórticos y un amplio peristilo, en cuyo frondoso
jardín había recibido numerosas clases de Ereldar. Un atisbo de melancolía asomó a su
conciencia por un pasado que no regresaría, pero pronto se amonestó por permitir
aquella brecha en su concentración. Semejante error en medio de la Prueba podía
costarle la vida.
Por fin llegaron a una entrada monumental protegida por dos grandes portones de
bronce, los cuales se abrieron con una palabra que Ereldar acompañó de un gesto y
volvieron a cerrarse a espaldas de Thymus con un suave sonido metálico, que reverberó
a lo largo y ancho de la enorme estancia. La Sala de la Prueba era un recinto exclusivo
en el santuario, reservado a un único y significativo propósito. Allí se decidía quién
estaba capacitado para convertirse en mago de pleno derecho, con sus atribuciones y
deberes. Thymus paseó la mirada alrededor y se dejó envolver por el enigmático halo de
conocimiento, entre arcano y místico, que impregnaba el lugar.
El centro de la Sala quedaba inmerso en un amplio círculo labrado en piedra,
ribeteado de símbolos e inscripciones: hechizos de protección que permitían al
convocador afianzar su control sobre las criaturas conjuradas. La dificultad añadida
residía en la propia naturaleza de dicha convocación, pues allí no era posible llamar a
una criatura en concreto. Seres mágicos eran atraídos al azar hasta el interior del círculo a través del portal; el poder, la habilidad y la concentración de los conjuradores debían
bastar para contenerlos hasta que se les permitía enviarlos de regreso y sellar el acceso.
Sólo entonces se consideraba superada la Prueba.
Varios flameros, distribuidos en lugares estratégicos, proporcionaban luz suficiente
excepto en la pared del fondo, donde a media altura entre el suelo y el techo se
adivinaba una galería labrada en la roca. Desde allí tres magos del Templo, cuyos
nombres desconocía, observarían y juzgarían. Pasara lo que pasara, no les estaba
permitido intervenir en modo alguno a menos que él muriera, así que siguió el consejo
de Ereldar y los ignoró. El anciano, que se había detenido al borde del círculo, pareció
adivinar sus pensamientos y se giró para dedicarle una penetrante mirada.
—A partir de aquí has de seguir solo —el mago hizo una pausa. Luego, tras una
leve vacilación, añadió—. Recuerda esto, muchacho: debes aprender a ver la verdad
más allá de las apariencias. Sólo los vivos aprenden de sus errores —y acompañó sus
palabras de un cariñoso apretón en el hombro del discípulo, tras lo cual se alejó en
silencio hasta abandonar el recinto. Thymus, perplejo, reflexionó sobre tan misteriosas
palabras y se atrevió a sospechar que Ereldar había empleado sus dotes pre cognitivas para extraer información de potenciales futuros…Un gong sonó en algún lugar de la
galería interrumpiendo sus cavilaciones. La Prueba había dado comienzo.
Thymus se concentró y reunió la energía necesaria para iniciar la convocación.
Luego musitó las palabras precisas y varias runas se iluminaron con un intenso
resplandor anaranjado. Sintió cómo la energía fluía a través de él, y una chispa de
conciencia se reveló contra su voluntad para entonar un silente deseo: que apareciera
una entidad fácil de controlar.
Un estallido de luz, acompañado de un sonido que nunca antes había escuchado,
llenó la Sala por unos instantes y Thymus tuvo un mal presentimiento. Observó, no sin
alivio, que el círculo protector seguía intacto, aunque su convocación había traído una
criatura que no supo reconocer. Se asemejaba a un espectro en su transparencia, en la
ausencia de miembros inferiores y en que se desplazaba por el aire, pero era mucho más
pequeño y su mirada no reflejaba la malignidad de aquéllos. Tampoco compartían el
color verde del característico halo, pues aquel ser, que lo observaba con ojos rasgados
carentes de pupilas, estaba envuelto en un suave fulgor azulado. Otra diferencia era la
ausencia de boca, y Thymus se lamentó de lo difícil que sería comunicarse. Por fortuna,
tan sólo debía mantener el control durante un tiempo, hasta que se le permitiera
enviarla de regreso, así que decidió tranquilizarse y reservar fuerzas. De pronto la
criatura se lanzó contra el borde y rebotó hacia atrás al chocar con el escudo de energía
que la bloqueaba. Sus ojos se estrecharon y Thymus no supo qué pensar. Entonces una
voz resonó en su cabeza.
—“¡Por favor! ¡Libérame!”
—¿Pero qué…? —dijo Thymus sin acertar a comprender qué ocurría.
—“Los dos estamos en peligro. ¡Debes liberarme!” —le apremió de nuevo
aquella voz. Thymus abrió mucho los ojos al entender lo que pasaba. ¡¡Aquella
cosa se comunicaba a través de los pensamientos!!
—¿En peligro…? ¿De qué hablas…? No…no puedo. No es tan sencillo… —
balbuceó el joven mientras se recuperaba de la sorpresa inicial. La criatura
parecía sincera, pero podía tratarse de un engaño. Si incumplía las normas,
fracasaría. Es lo único que sabía.
—“Él sabe quién soy y no te permitirá continuar.” —Los pensamientos de la
criatura añadían más confusión a la mente del discípulo.
—¿De quién hablas? No hay nadie más aquí —mintió Thymus sin atreverse a
desviar la mirada hacia la pared del fondo. Entonces oyó un sonido procedente
de aquella parte de la Sala.
—¿Quién anda ahí? —el resplandor del círculo y de la propia entidad lo
deslumbraban. Justo en ese momento percibió una silueta que avanzaba
lentamente hacia ellos. La criatura se alejó cuanto pudo de ella.
—¿Ereldar? ¿Eres tú, maestro? —Thymus no entendía nada, aquello no debería
estar ocurriendo. La voz del desconocido le llegó desde el otro lado.
—Tranquilo, muchacho, me conoces. Soy Narinian —el discípulo reconoció la
reconfortante voz del mago, amigo de Ereldar, pero más joven—. Me temo que
vamos a tener que interrumpir tu Prueba debido a la peligrosa naturaleza de esta
criatura.
—“No le escuches. Si lo haces, te matará” —la entidad sonaba desesperada,
pero él no era quién para oponerse a un mago. Entonces se le ocurrió algo.
—Maestro Narinian, ¿dónde están los otros? ¿Por qué no han bajado? —se
produjo una pausa, pero la respuesta llegó sin vacilación.
—Veo que eres desconfiado, muchacho. En cualquier otro momento alabaría
eso, pero debes saber que el peligro que enfrentamos es real. Sólo estamos a
salvo gracias a los sellos mágicos que estableciste, pero esa criatura que ves ahí
es un dáralar, y me juego cualquier cosa a que a estas alturas ya casi te ha
convencido para que le dejes escapar.
—¿Un dáralar? —Thymus jamás había oído hablar de aquel ser. Narinian se
acercó un poco más y la luz del círculo de convocación iluminó su rostro,
enmarcado por una cuidada barba y por la capucha de su túnica azul oscuro.
—Los dáralar son criaturas mágicas casi imposibles de ver, pues viven en su propio plano, y poseen gran resistencia a ser conjuradas, así como a permanecer
confinadas. En las contadas ocasiones que aparecieron, lograron escapar, y la
devastación que siguió fue inenarrable. Las más antiguas crónicas advierten
contra estos mortíferos seres —concluyó el mago.
—“¡Miente!” —Thymus miró al dáralar con aprensión, pero éste siguió
proyectando sus pensamientos de manera atropellada—. “Es verdad que soy un
dáralar, y que vivimos en nuestra propia dimensión, pero no somos seres
destructivos. Tienes que creerme, no dejes que...”
—¡Basta! —El discípulo se llevó una mano a la cabeza. Los pensamientos del
dáralar no le dejaban discurrir con claridad, pero cesaron tan pronto como gritó
la orden.
—Te lo dije, Thymus. Si dejas que te convenza, estaremos perdidos —Narinian
parecía saber por lo que el joven estaba pasando.
—¿Qué debo hacer, maestro? ¿Devolverlo a su plano y cerrar el portal?
—Es una opción, pero hay otra mejor. ¡Ayúdame a capturarlo! De ese modo
podremos estudiarlo y crear hechizos para protegernos de ellos.
—Eso va contra las normas… —protestó Thymus, preocupado por las
consecuencias que podía acarrear.
—¡Olvida las normas, muchacho! El peligro al que nos enfrentamos es mucho
más importante. Me encargaré en persona de que puedas enfrentar de nuevo la
Prueba más adelante.
—Pero, ¿y los otros…? —empezó Thymus acordándose una vez más de los
otros magos, de esos que Narinian había evitado hablar.
—¡Ellos están de acuerdo conmigo!¡No vuelvas a dudar de mis palabras y
obedece! —amenazó Narinian mientras alzaba una mano y hacía aparecer una
bola de fuego. Thymus jamás había estado tan confuso. Si seguía al mago podía
ser tan malo para él como si le llevaba la contraria y la entidad se liberaba.
Recordó entonces las palabras de su maestro y lamentó que no estuviera allí a su
lado. El tiempo pareció prolongarse mientras intentaba decidir qué hacer, y fue
entonces cuando comprendió que sólo contaba con su propio criterio.
—Si tanto lo quieres, ¿por qué no lo atrapas tú mismo? —Thymus hizo un gesto
y deshizo los hechizos de protección que contenían al dáralar. Narinian gritó una
maldición y arrojó la bola de fuego contra el discípulo.
—Escudo —musitó Thymus y un halo blanquecino lo envolvió impidiendo que
el fuego lo alcanzara. Echó un vistazo al dáralar, que había optado por alejarse
de Narinian. Un pensamiento llegó hasta él.
—“Gracias”.
—No me las des aún —dijo Thymus tras fijarse en la mirada de odio del mago y
verle mover los labios. Un remolino apareció de repente bajo sus pies y, antes de
que pudiera reaccionar, lo elevó haciéndolo girar para luego desaparecer tan
rápido como había surgido. El joven se precipitó al suelo, donde quedó aturdido
y dolorido. Narinian se acercó despacio y formó una garra con su mano.
—Tenaza —una intangible zarpa helada se cerró sobre el cuello de Thymus, que
pronto sintió cómo el aire empezaba a faltar de sus pulmones. Incapaz de
concentrarse para lanzar un hechizo, supo que era el fin. El dáralar observaba la
escena desde la distancia pero, de repente, se movió hacia ellos a gran velocidad
y desapareció en su interior. La mente se le aclaró al instante y los hechizos
acudieron con facilidad, como cuando los repasaba con Ereldar. No perdió el
tiempo en intentar comprenderlo. Reunió energía suficiente, miró a Narinian y
musitó una palabra.
—Ariete —el mago salió despedido con fuerza hacia atrás y cayó al suelo hecho
un confuso ovillo de brazos, túnica y piernas. La garra mágica que bloqueaba el
cuello de Thymus había desaparecido, y éste tosió varias veces mientras el aire
fluía de nuevo a sus pulmones. Sentía al dáralar dentro de él y, de alguna extraña
manera, compartía sus pensamientos. Pero ahora estaba seguro de que la criatura
no le había mentido. Narinian se incorporó, Thymus hizo lo propio. Dudaba de
que, incluso con la ayuda del dáralar, pudiera hacerle frente, pero tampoco se lo
pondría fácil.
En ese momento el portal se iluminó y apareció otro dáralar, pero éste era el
doble de grande que el primero. Narinian reaccionó al instante y un rayo
eléctrico emergió de sus manos contra el recién llegado, pero éste lo esquivó con
cierta facilidad. En respuesta, sus ojos se iluminaron y uno de los flameros voló
hacia el mago desde la pared. Éste musitó algo y el objeto se estrelló contra un
muro invisible, esparciendo por el suelo los ardientes compuestos químicos que
contenía. El dáralar atacó de nuevo y otro flamero avanzó contra su adversario
desde otro punto de la habitación, y luego otro más. Narinian se protegió de
todos ellos con el escudo mágico. Luego apuntó a su contrincante.
—Parálisis —susurró el mago, y el dáralar quedó inmóvil. Narinian esbozó una
sonrisa, y se volvió hacia el discípulo.
—Escogiste el bando equivocado, muchacho —los encolerizados ojos del brujo
relampaguearon mientras se acercaba.
—¿Por qué haces esto?
—Porque ningún mago que se precie renunciaría a aprovechar la oportunidad
que tú me has brindado hoy —respondió Narinian.
—¿A qué te refieres? ¿Por qué es tan importante atrapar a un dáralar? —Thymus
intentó ganar tiempo con la esperanza de que alguien interrumpiera la Prueba,
aunque sabía que no era probable que tal cosa ocurriera.
—Se nota que no eres mago, pero…en consideración al favor que me has hecho,
te lo explicaré antes de…dar por terminada tu Prueba—. Thymus captó la mortal
amenaza, pero no dijo nada. El joven dáralar le abandonó y fue a reunirse con el
recién llegado. Narinian continuó hablando como si nada.
—Es cierto lo que te dije. Los dáralar son difíciles de conjurar, y más aún de
atrapar. Lo sé bien, pues lo he intentado durante años sin éxito…hasta hoy —la
mirada del mago brilló, anhelante—. Ya lo has visto, son poderosos y con una
capacidad inigualable para combinar sus habilidades con otros seres. Sólo hay
que “convencerles” de querer colaborar para obtener destrezas más allá de la
imaginación.
—¿Es por eso que has matado a tus compañeros? —Thymus no estaba seguro de
aquello, pero sabía que haría hablar a su adversario y, con suerte, lo distraería lo
suficiente como para intentar sorprenderlo con la guardia baja. Había preparado
un hechizo, pero de nada le serviría si Narinian seguía pendiente de él.
—¿Esos idiotas? Jamás me lo habrían permitido. Sus reticencias, su…moral —
torció el gesto al pronunciar la palabra—, nos condenan a todos a la mediocridad
más aborrecible… pero basta de palabras. Aún queda mucho por hacer—. El
mago apuntó al discípulo, pero el pequeño dáralar emergió del suelo como un
fantasma y desapareció de nuevo en el cuerpo de Thymus. Los ojos de éste
centellearon con un fulgor azulado y emitió un grito psíquico que hizo retroceder
a Narinian con las manos apretándose la cabeza. Perdida la concentración con
que mantenía su hechizo de retención sobre el dáralar, éste quedó libre y se
abalanzó contra el mago, que chilló al verlo venir. La entidad desapareció en su
interior y el hombre dejó de aullar, luego puso los ojos en blanco y, tras varios
segundos en los que se estremeció de forma incontrolable, se derrumbó. El
dáralar emergió del cuerpo inerte de Narinian y se dirigió hacia Thymus, que
escuchó sus pensamientos aunque no se dirigían a él.
—“¡Sepárate!” —el pequeño dáralar abandonó una vez más su cuerpo, lo que
provocó en el humano una extraña sensación de soledad. Hasta él llegaron los
pensamientos del dáralar más grande.
—“¿Por qué ayudaste a mi hijo?” —el discípulo miró al joven dáralar, que lo
observaba con tanta atención como su progenitor, más, quizá, con un toque de
curiosidad. Respondió casi sin pensarlo.
—Porque me necesitaba y... porque sentí que era justo.
—“Lo que has hecho acarrea consecuencias que no puedes eludir” —los ojos
del dáralar brillaron con un intenso fulgor azulado. Thymus tragó saliva pero no
dijo nada, asintió sin saber qué era lo que le esperaba. La criatura avanzó y
desapareció en su interior, mientras Thymus dedicaba lo que creía que era su
último pensamiento a Ereldar, su maestro ausente. Sintió cómo una ola de calor
recorría su cuerpo con una intensidad tal que sólo creía posible en alguien que se estuviera abrasando pero, para su sorpresa, no se quemaba. Los pensamientos
del dáralar se fundieron con los suyos, y entonces comprendió… Supo que cada
dáralar muere tiempo después de engendrar a su hijo, pero mucho antes de que
éste adquiera la madurez suficiente para valerse por sí mismo. Es otro dáralar
sin descendencia quien se encarga de guiarlo y protegerlo el tiempo necesario.
Pero su interferencia al abrir el portal que atrapó al joven dáralar y su posterior
intervención para salvarlo de Narinian había forzado la creación del vínculo
entre ellos dos. Por muy disconforme que estuviera con aquella situación, el
dáralar no podía hacer otra cosa que aceptarlo, y lo había marcado como
protector de su hijo para que lo cuidara cuando él ya no estuviera. La criatura
abandonó a Thymus y se reunió con su hijo, y juntos flotaron hasta el centro del
portal. El dáralar adulto se comunicó con él por última vez.
—“Debemos partir. Cuando llegue el momento, él volverá contigo para que
cumplas con tu compromiso”.
—“Gracias otra vez…Thymus. Adiós.” —la voz del joven dáralar resonó en su
mente mientras se disponía a enviar a ambos seres de vuelta a su hogar. Poco
después Thymus, discípulo de Ereldar, observaba de nuevo, casi sin prestar
atención, la vacía y caótica Sala de la Prueba, y se preguntaba cómo demonios le
iba a explicar aquello a su maestro.